Mientras Fidel daba aquel discurso en la ONU, yo estaba haciéndome el loco, parado a la puerta del teatro de la beca, para no tener que entrar y sentarme por quién sabe cuanto tiempo. Y me hacía el loco no por convicciones o principios, sino porque no estaba para eso.
Al lado mío, una muchacha bajita, con enorme culo y bella cabellera, recostada al marco de la puerta doble, lloraba mientras escuchaba a Fidel en el televisor NEC más cercano. Cosas de la mujer nueva.
Recostado a ese mismo marco, vi a uno que tenía un parecido enorme a un castor, y que presumía de saber inglés porque había estado con sus padres diplomáticos en Inglaterra o Canadá, y que con papel y lápiz en mano, escuchando una canción de Billy Joel, según él, estaba transcribiendo la letra. Nadie le prestaba atención.
La breve escalera que llevaba al teatro era el lugar preferido de un amigo para fingir un traspies y agarrarle las nalgas a la muchacha que estuviera frente a él. Era tan convincente que hasta le preguntaban, preocupadas, si se había dado un golpe...
Las películas que ponían en el teatro eran memorables porque era el momento propicio y usado para masturbaciones intensivas. Sólo había que sentarse al lado de la muchacha correcta.
El teatro de mi beca era un lugar interesante.
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