Nunca me gustó la
música de Santiago Feliú, nunca fui a un concierto suyo.
Pero resulta que, años
ha, por esos azares de La Habana sabrosa, coincidimos él y yo en un forcejeo
en la entrada del Café Cantante del Teatro Nacional. Alguien, muy
cercano a mi oido, vociferaba a los que custodiaban la puerta, “¡Oe,
oe, déjennos pasar, que venimos con Santiago Feliú...!”
Y entonces la puerta
se entreabrió, y un vaho espeso de sonidos estridentes, sudor, y humo de cigarrillos nos envolvió.
Y entró Santiago Feliú, la guitarra en vilo, por encima de
su cabeza, como si fuera un naúfrago con el agua al pecho. Detrás,
entró el vociferante, y le seguimos nosotros, que no sabíamos a
derechas quién era Santiago Feliú, pero que, con cara de
circunstancias, entramos, diciéndole al cancerbero, en tono urgente,
“¡Venimos con Santiago...!”
Después, tocó
Moncada, de eso estoy seguro, y, quizás, Santiago Feliú.
La muerte dispara, y
uno siente que le pica cerca cuando comienza a morir tu generación.
Santiago Feliú
debió vivir 30 ó 40 años más, y quizás nunca me iba a
gustar su música, pero eso, la verdad, no importa.
Nadie merece morir a
los 51, y cantando.
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