Fui a una corrida de toros una sola vez. Lo hice acompañando a una rubia, divina, pequeña y algo introvertida, que entrecerraba los ojos y respiraba pesadamente a la vista de aquella carnicería. Mientras, yo me movía incómodo, sentado en la grada de concreto, con un sol cayendo a plomo sobre mi nuca y pensando que lo que estaba viendo era una hijaeputada.
Los animales embestían enloquecidos, con las humillantes banderillas colgando de su lomo, la cerviz apuñalada, y la sangre brotando en chorros pulsantes, empapando al toro y a sus atormentadores. Pelea desigual, donde hombres se iban turnando para herir, martirizar y debilitar al animal que, ya casi desangrado, con los belfos cubiertos de espuma, era entonces entregado a las piruetas del matador.
Nueves toros vi ese día correr la misma suerte, ante una multitud eufórica y con esa desagradable música de trompetas y platillos como fondo. Esa fue la última vez.
Y la primera vez con la rubia, que resultó ser todo lo que se adivinaba y más…
A los toreros les pondría yo banderillas hasta en el meato, por hijos de puta. Y a tu rubia también, con todo y su divinidad. Una mujer que es capaz de presenciar el sufrimiento de un animal es capaz de disfrutar un ahorcamiento.
ResponderEliminarUna abominación con vagina, digo.
Ah, no, con la rubia no. A ella hay que decirle como dice el Gran Combo:
ResponderEliminarOye Salomé, perdooonaala, parapapapa, perdooonala!