Toma tu mula, tu hembra y tu arreo…
Se van, unos amigos.
Como si fuera poco, son además buenos amigos.
Él, un uruguayo recio, más italiano que español, repleto de ideas y sueños, con un cáustico sentido del humor y una tabla de surf tras la puerta.
Ella, una vasca etérea, más hippie que española, dueña de todas las palabras amables, de risa fácil y sonrisa transparente.
La hija, con la extraña mirada amarilla del padre, el alma de mariposa de la madre, sentada en posición de loto en una roca del Central Park; el hijo, fornido, con los ojos asombrados de la madre, la natural audacia del padre, volando en una patineta por senderos y cuestas. Y mi hijo con ellos.
Andariegos, inquietos: de España, a Canarias, luego a Italia, Nicaragua, Costa Rica, Estados Unidos, Nueva York, Williamsburg, Manhattan. Y ahora de nuevo a España, al País Vasco, al mar.
Nueva York, pues hizo con ellos lo que con todos: los dejó arrimarse a una de sus tetas, y entonces les lanzó un mordisco.
Atrapados entre la imperiosa necesidad de mamar, y los dientes de la perra más puta y deliciosa que haya, mis amigos echaron su pelea; quizás la perdieron, o se cansaron, o simplemente es su momento de seguir viaje; a ciencia cierta, no lo sé, y ni siquiera es importante. Sólo sé que se van.
Nos dejan un par de montones de tardes de playa y museos, largos días de paseos atropellados, y algunas –demasiado pocas- noches de vinos, carnes, quesos, tortillas vascas, mollejas (mochejas, ¿mollejas?, sí, mochejas…); sabrosas veladas de historias delirantes, y risas hasta el amanecer.
Se llevan, pues todo lo demás.
Se marchan entonces mis amigos; quizás lo único que podemos regalarles es toda la suerte, para que los ampare en su regreso al camino.
Y un abrazo. Un gran abrazo, para irnos un poco con ellos, con mis amigos, que se van.
(…) y busca otra luna
Serrat
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