martes, 10 de marzo de 2015

Digresión en tiempo de (no) afiliación

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Juan Formell

Affiliare, afiliarse.

Alinearse, adoptar, asumir, tragárselo, hacerlo tuyo, pintarse de gris.

Afiliarse.

La paradoja más insensata, que habla de abrazar, cuando, en realidad, se trata de renunciar a la mayoría de las cosas.

Se afilia alguien; se mutila, se saca un ojo, pierde el sentido de la profundidad.

Se afilia alguien; se une al rebaño, a regocijarse del pasto uniforme.

Se afilia alguien; destruye la brújula, que no la necesita para caminar en línea recta.

Se afilia alguien; monocromático, renuncia a los sabores, y decide ser predecible.

Sin embargo, nos afiliamos; hay una necesidad humana de pertenecer. Al grupo, a la tribu, a la secta, al partido. Es algo que muchos padecen pero, afiliarse, digo, es aburrido.

Al feminismo, por ejemplo. Una unilateralidad tan absurda como el machismo; preferencia neurótica por la preponderancia de las mujeres, pero no porque sean la mitad que son de la humanidad, ni como la pareja, madre, amiga, la amante. No es el caso.

Se trata de otra cosa, algo que se recrea en la idea del matriarcado; una ideología arropada en un sexismo agudizado –que tampoco se refiere al sexo sabroso que une, sino a una extraña etiqueta que separa-. Es casi un culto de odio al pene, inclusive al erecto, donde la castración pareciera ser un acto de justicia.

O considérese la afiliación a la causa gay, que viene a ser lo mismo que la causa heterosexual, si es que existiera tal cosa; es decir, grupos de humanos reclamando que es un portento tener las preferencias sexuales que tienen, y no las otras.

La afiliación puede deslizarse con facilidad hacia algún extremo. Véase, por ejemplo, que puede suceder de confluir feminismo, matriarcado y causa gay. La primera consecuencia de dicha comunión es colocar una X para sustituir la letra que denota el género en los nombres y adjetivos. Las segundas, terceras, y las que siguen, pues pueden parecerle descabelladas a un no afiliado.

Una simbiosis como esa implica de cierta manera suscribirse a una hipotética sociedad andrógina, basada en un reclamo de igualdad que termina en discriminación de todo el que no pueda pasar por debajo de la X; una filosofía animada por desfiles de autoafirmación, donde la humanidad casi estaría abocada a la extinción si no fuera por la existencia de la inseminación artificial.

Digo yo, que las afiliaciones pueden llegar a ser un caso de estudio.

Como el vegetarianismo que, en cierta forma, es una involución.

Entre las particularidades que nos trajeron a los humanos a ser –aunque cada vez parezca más increíble- la especie dominante y de mayor desarrollo intelectual, la que señorea en la cima de la cadena alimenticia, está nuestra capacidad omnívora.

Tenemos un sistema digestivo que es una prodigiosa procesadora de productos bioquímicos; sin dudas, la más compleja y versátil maquinaria de su tipo. Tal es así que podemos ingerir prácticamente cualquier cosa, descomponerla en moléculas, convertirla en energía, almacenarla y utilizarla para vivir por varias decenas de años; tan consistente y eficiente es nuestro cuerpo que además convierte lo que no utiliza - y en menos de tres horas- en mierda biocompatible.

Creo que sólo los puercos pueden emular esa virtuosa omnivoracidad. Pero la evolución nos otorgó, además, pulgares opuestos en lugar de pezuñas, y la capacidad para hacer preguntas; por eso los puercos son nuestra comida, y no nosotros la de ellos.

Renunciar entonces a usar herramientas con destreza, a pensar con sentido común, y a comer de todo - y con medida-, no parece ser una buena idea.

El ambientalismo también es otra de las afiliaciones de moda. En ese modus vivendi se incluye, desde la loable preocupación por no derrochar agua, por ahorrar electricidad, por reciclar la basura, o disminuir la “huella del carbono”, hasta el agresivo discurso y acto a la Green Peace.

Por cierto, por esas incompatibilidades implícitas en las afiliaciones, un vegetariano no pudiera ser un ambientalista cabal, pues la composición de sus pedos los coloca, junto a otros herbívoros y rumiantes, entre los mayores emisores de gases de invernadero.

El atrincheramiento étnico es otra de las afiliaciones la mar de complicadas.

Quizás su consecuencia más simple e irrelevante sea vivir en un gueto –físico y mental- donde se acabe vestido como un mamarracho, mascullando jerigonza y escuchando pésima música; la más seria, puede ser detonarse con una bomba en medio de un mercado repleto de mujeres y niños.

Es terrible la fatal facilidad con que se puede pasar de afiliación a militancia, el caso patológico del alineamiento.

Demócratas, republicanos, comunistas, jihadistas, Opus Dei, políticos, budistas, animistas, idólatras, monjes, sacerdotes, cientólogos, mormones, santeros, fundamentalistas, la poderosa curia, la grey obediente, los extremos, el centro, los No Alineados; anarquistas, filósofos, PETA, fanáticos, aficionados y diletantes; los que sienten que acaparan la verdad, privilegiados oráculos en un universo que, sienten, no los merece.

Los que propugnan el igualitarismo, y una demagoga pasión por una supuesta austeridad, como si tuviéramos segundas oportunidades para vivir bien.

Los que blanden personas alfa, dinero, xenofobia, nacionalismo a ultranza, la gran minoría.

Los indignados, los progres, que despotrican contra el capital y sus males, mientras se dan el lujo de acampar por semanas en lugares públicos, sin trabajar ni ganar el sustento, dejando tras ellos montones de basura y un parque cagado.

Los ateos, que creen en que no creen, y se lo creen tan en serio, que parecen estar llenos de dudas.

Los religiosos, creyendo que alguien está a cargo de sus causas y soluciones; que condenan las prácticas homosexuales y los abortos feministas por principio, y el reclamo de los ambientalistas por blasfemos, pues a qué preocuparse por el destino, si los caminos del señor son inescrutables. Y rectos.

Las afiliaciones son muchas. Nos rodean, nos retan, nos tientan a levantar la mano y la voz, nos conminan a vestir un uniforme, a sumarnos a una idea, y restarnos de todas las demás.

Sin embargo, para nuestra suerte, no todo es turba, grisura y bandera.

Existe también la gran alternativa de preservar la individualidad, esa que hace grandes a las sociedades más exitosas; se puede cultivar la independencia, tan inherente a nuestra naturaleza de animales autónomos.

Si se tiene la libertad de hacerlo, existe esa opción maravillosa de no afiliarse a nada, a nadie, la que propicia que uno se encuentre, al final del día, a la hora del recuento, a solas consigo mismo.

Y si fuera esa su elección, como lo es la mía, créame que va a necesitar mucha buena suerte.

Y que Dios, entonces, se apiade de Usted.

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