El oportunismo político fue descrito de manera sucinta y magistral en una deliciosa frase, incluida por Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su libro “El Gatopardo”, y que resume la esencia de toda una filosofía de endeble ética y lamentable eficiencia: "Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie"
Hay que admitirlo: es esa una declaración de gran contundencia; invita al regodeo intelectual, a un asombrado coro de ´¡Aaahhh!´, a la complicidad de un guiño de entendidos.
“Escuchadme entonces”, -y aclárese la garganta con un corto carraspeo que ayude a crear una cierta expectación- “si me permiten, les digo algo: si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. Y observe las expresiones de los que están a su alrededor.
Decir algo así en lugar y momento adecuado, ganará de inmediato la admiración de los que piensen que Usted ha tenido una epifanía, y que se le acaba de ocurrir ese sutil concepto; retorcerán sus mentes sus recién adquiridos admiradores, desdoblando la idea, descubriendo, asombrados, que en apenas una oración Usted ha diseccionado y expuesto el ancestral arte de ser un estratega de escasos escrúpulos; Qué hijo de puta más inteligente, se dirán, y estarán orgullosos de ser sus amigos.
Puede ser también que, entre los que le escuchen lanzar esa perla de sabiduría, haya quien ya la conociera –aun cuando no haya leído al desafortunado Lampedusa, que, por cierto nunca supo cuán famosa sería su obra, pues se la rechazaron en vida y se la publicaron tan solo postmortem-; esos enterados asentirán con gravedad, con sus mejores caras de por supuesto, evidenciando que, coño, claro que sí, gatopardismo, yo sé lo que es eso, y de esa manera treparán a la carroza de erudición en la que, Usted, que quizás sí se leyó el libro –o no, pero da igual-, pensaba que se iba a pasear solo y triunfal.
Es una idea esa –la del gatopardismo y, pensándolo bien, la del paseo en solitario también- que a un político, cuyo fin supremo fuera permanecer en el poder a como dé lugar, le debe parecer el resumen de sus anhelos.
Ahora imagine Usted -de nuevo, y si no le es molestia- que ha pasado medio siglo dictando su voluntad, haciendo (barbaridades) y deshaciendo (la nación), y que de repente el peso de tanta basura acumulada hace que su agrietada barca comience a hacer aguas –aguas caribeñas, en este caso-; que en ese momento aciago aparezca entonces un Lampedusa isleño –o exiliado en tierra firme; pululan- y que le coloque a Usted en la mano la hoja de ruta de una continuidad maquillada; que le diga, con aire docto y seriedad de circunstancia que, “Si queremos que todo siga como está, necesitamos oposición leal”
¿No sería Usted el dictador más feliz del mundo? Estoy seguro que sí lo estaría; más feliz que un tonto con un lapicero; más contento que un cerdo en un lodazal; ufano como un tirano al que sus víctimas le han extendido, sin que siquiera lo haya pedido, un certificado de legitimidad.
¡Qué regocijo, carajo! Y todo gracias a esos aspirantes a gatopardistas decimonónicos, trasplantados acá, al siglo de la conectividad, al entorno de aquella isla mustia, tan ajena a itálicas sutilezas de daga y ponzoña, y tan afín al machete y la mazmorra; país este donde, en realidad, para que nada permanezca igual, es necesario -imprescindible, impostergable, urgente, decente- que todo cambie.
La doctrina lampedusiana quizás se escuche inteligente en cátedras, cónclaves y tertulias; es posible incluso que funcione en lugares que ya funcionan, donde sea la máxima socorrida de asesores y estrategas de la infamia, la vedette que anime la petit politique y a sus practicantes. No lo dudo.
Pero esa frase vertebral del gatopardismo se quiebra, se derrumba, y fracasa, allí donde las cosas están tan graves que todo debe ser hecho otra vez; no funciona allá donde es imposible conservar el estatus quo porque, de hacerlo, eso sería miserable, injusto, amoral; más amoral aún que el gatopardismo per se.
Son dos soles que alumbran diferente, el de los olivares sicilianos y el de los campos de caña cubana. En la isla que zozobra, la paradoja tropicalizada de Lampedusa es lastre y no salvavidas. Allí, urge que todo cambie: la gente, las ideas, el intelecto, el músculo, el discurso, el método. Y después del cambio, nada debe quedar igual.
Hay que estar atentos entonces a los gatopardos; son fáciles de divisar, pues sus ronroneos y maullidos delatan sus andanzas de vasallaje. No es eso lo que se requiere en estos tiempos; Cuba necesita otra Cuba, y no reformistas, de medio pelo, jaspeado y lustroso, de leopardo sin dientes y amaestrado.