lunes, 28 de julio de 2014

La cuadra y otros fantasmas

Mi cuadra era bonita.

Estaba llena de almendros, ocujes y marpacíficos. Y de pequeños jardines rectangulares, canteros verdes, llenos de flores, espejos de sus dueños.

De sus dueños... Del relojero, de las hermanas del 308, del doctor de la esquina, de José Manuel y Cervanda, del gallego malhumorado que trataba eternamente de arrancar una antiquísima moto. “¡Que te vas a matar, Antonio!”, le gritaba la esposa, eternamente acodada en el balcón, invisible tras el almendro más frondoso del barrio.

Jardincillos cercados con unos cilindros de cemento que alguien consiguió cuando el Festival de la Juventud. A nadie se le ocurriría decirle cilindro a un cilindro al que se le puede decir piedra, por lo que a falta de mejor nombre, se les llamó también chirimbolos. Los encalaron; en blanco, en rosa, en azul. También encalaron los troncos de los árboles, hasta un metro de altura quizás. Y encalaron algún que otro muro. La cuadra brillaba.

El verde del cesped inglés estaba por todas partes. Cierto que era incómodo, y traicionero: pinchaba a través de la ropa al que se le sentara encima, y podía esconder mierda de perro, y feroces hormigas. Pero se veían muy bien aquellas bolas verdes, onduladas, esas formas regulares tan ajenas a los matorrales tropicales.

Alguien dijo que el cesped lo había traído a la cuadra el abuelo de Carlitos, que lo trajo del Parque Lenin, y que lo compartió con los chivatos del 316, con Nena la Rubia, con el señor sin nombre que tenía un Saab. Pero el cesped inglés es un portento del crecimiento, y así pronto ya adornaba el frente de la casa de la gente del comité, de la señora despampanante que manejaba un Polaquito y por la que se masturbaba Lázaro, más sinvergüenza que bobo, decía mi vieja. Y hasta allá en la esquina, donde crecía una anacrónica yagruma, frente a la casa que se inundaba con cada aguacero, crecía el cesped desordenado e incontenido, pues a esa gente en realidad no le interesaba el jardín de su casa.

De hecho, ellos fueron los primeros que llegaron.

Algo funesto que le puede suceder a una cuadra bonita es que la gente empiece a irse del país, los viejos a morirse, y que entonces se vacíen casas y apartamentos. Eso le pasó a mi cuadra.

Gente extraña se mudó a las casas vacías. Que vienen de unas cuarterías que cerraron por Tamarindo, se escuchaba en la cola de la bodega, o de unos albergues, decían otros. Son orientales, sentenciaba el vecino veterano de las zafras de los 60.

Lo cierto es que los jardines comenzaron a morir.

El primer ocuje lo talaron porque competía con los cables de teléfono y electricidad. En menos de cinco años ya habían talados todos los árboles. Alguien usó los chirimbolos para hacer un muro deforme. Las casas, por su parte, comenzaron a perder color y formas. Los portales desaparecían tras paredes levantadas a toda prisa para convertirlos en habitaciones para más gente extraña que seguía llegando

Los marpacíficos resistieron un poco más. La hierba mala los fue invadiendo, y se tornaron en guarida de cucarachas y roedores ocasionales. Y por supuesto, copiosa mierda de perro. Entonces, en una arremetida final, arrancaron yerbas y arbustos, y cementaron los jardines. Apenas había fraguado el cemento, pusieron la primera mesa de dominó en el jardín convertido en acera, y alguien sacó unas enormes bocinas al portal de su casa. Y siguió llegando gente extraña, a vivir, de visita, a jugar dominó, a escuchar la música estridente, hasta la madrugada, a beber un mejunje tibio de alcohol apenas rebajado con agua.

Alguien pensó que los árboles talados, la arquitectura violada, el aniquilamiento de una cuadra hermosa, valía al menos una denuncia. Resultó entonces que uno de los recién llegados era informante de la policía, instalado entre el escándalo, la indecencia y chusmería, y allí conversaron, amos y vasallo, y dejaron sentado que no había pasado nada, cosas de esta gente que yo no sé que pinga se piensan, vociferó el chivato, con brazos abiertos y ademán simiesco, mientras giraba lentamente, desafiante, meando con los ojos enrojecidos cada rincón de la cuadra, que para entonces ya no era mi cuadra.

Ya yo no estaba, y no vi como iba desapareciendo mi infancia. Me había ido hacía mucho, primero a la beca, después a la Universidad; después las mujeres, los concubinatos y los placeres, siempre fuera de allá. Y después, un día, ya estaba aquí, lejos, diciéndole a la gente de lo bonita que era mi cuadra. Y mi país. Y la gente que conocía.

Y ahora les cuento esto. Que ya no tengo cuadra, que el país no existe, y que la gente se ha muerto o anda por acá. Los pocos que quedan, dicen que están encerrados en el fondo de sus casas, huyendo del sol inclemente que ya no tiene árboles que lo detengan. Allá pasan sus días, y sus noches, tratando de no escuchar la estridencia de las bocinas, que les recuerda que allá afuera hay otro orden de cosas.

Barbarie, dicen unos. Es la decrepitud, la involución, dice otro.

La revolución, le susurran. La revolución.

No hay comentarios:

Publicar un comentario