Mi cuadra era
bonita.
Estaba llena de
almendros, ocujes y marpacíficos. Y de pequeños jardines
rectangulares, canteros verdes, llenos de flores, espejos de sus
dueños.
De sus dueños...
Del relojero, de las hermanas del 308, del doctor de la esquina, de
José Manuel y Cervanda, del gallego malhumorado que trataba
eternamente de arrancar una antiquísima moto. “¡Que te vas a
matar, Antonio!”, le gritaba la esposa, eternamente acodada en el
balcón, invisible tras el almendro más frondoso del barrio.
Jardincillos
cercados con unos cilindros de cemento que alguien consiguió cuando
el Festival de la Juventud. A nadie se le ocurriría decirle cilindro
a un cilindro al que se le puede decir piedra, por lo que a falta de
mejor nombre, se les llamó también chirimbolos. Los encalaron; en
blanco, en rosa, en azul. También encalaron los troncos de los
árboles, hasta un metro de altura quizás. Y encalaron algún que
otro muro. La cuadra brillaba.
El verde del cesped
inglés estaba por todas partes. Cierto que era incómodo, y
traicionero: pinchaba a través de la ropa al que se le sentara
encima, y podía esconder mierda de perro, y feroces hormigas. Pero
se veían muy bien aquellas bolas verdes, onduladas, esas formas
regulares tan ajenas a los matorrales tropicales.
Alguien dijo que el
cesped lo había traído a la cuadra el abuelo de Carlitos, que lo
trajo del Parque Lenin, y que lo compartió con los chivatos del 316,
con Nena la Rubia, con el señor sin nombre que tenía un Saab. Pero
el cesped inglés es un portento del crecimiento, y así pronto ya
adornaba el frente de la casa de la gente del comité, de la señora
despampanante que manejaba un Polaquito y por la que se masturbaba
Lázaro, más sinvergüenza que bobo, decía mi vieja. Y hasta allá
en la esquina, donde crecía una anacrónica yagruma, frente a la
casa que se inundaba con cada aguacero, crecía el cesped desordenado
e incontenido, pues a esa gente en realidad no le interesaba el
jardín de su casa.
De hecho, ellos
fueron los primeros que llegaron.
Algo funesto que le
puede suceder a una cuadra bonita es que la gente empiece a irse del
país, los viejos a morirse, y que entonces se vacíen casas y
apartamentos. Eso le pasó a mi cuadra.
Gente extraña se
mudó a las casas vacías. Que vienen de unas cuarterías que
cerraron por Tamarindo, se escuchaba en la cola de la bodega, o de
unos albergues, decían otros. Son orientales, sentenciaba el vecino
veterano de las zafras de los 60.
Lo cierto es que los
jardines comenzaron a morir.
El primer ocuje lo
talaron porque competía con los cables de teléfono y electricidad.
En menos de cinco años ya habían talados todos los árboles.
Alguien usó los chirimbolos para hacer un muro deforme. Las casas,
por su parte, comenzaron a perder color y formas. Los portales
desaparecían tras paredes levantadas a toda prisa para convertirlos
en habitaciones para más gente extraña que seguía llegando
Los marpacíficos
resistieron un poco más. La hierba mala los fue invadiendo, y se
tornaron en guarida de cucarachas y roedores ocasionales. Y por
supuesto, copiosa mierda de perro. Entonces, en una arremetida final,
arrancaron yerbas y arbustos, y cementaron los jardines. Apenas había
fraguado el cemento, pusieron la primera mesa de dominó en el jardín
convertido en acera, y alguien sacó unas enormes bocinas al portal
de su casa. Y siguió llegando gente extraña, a vivir, de visita, a
jugar dominó, a escuchar la música estridente, hasta la madrugada,
a beber un mejunje tibio de alcohol apenas rebajado con agua.
Alguien pensó que
los árboles talados, la arquitectura violada, el aniquilamiento de
una cuadra hermosa, valía al menos una denuncia. Resultó entonces
que uno de los recién llegados era informante de la policía,
instalado entre el escándalo, la indecencia y chusmería, y allí
conversaron, amos y vasallo, y dejaron sentado que no había pasado
nada, cosas de esta gente que yo no sé que pinga se piensan,
vociferó el chivato, con brazos abiertos y ademán simiesco,
mientras giraba lentamente, desafiante, meando con los ojos
enrojecidos cada rincón de la cuadra, que para entonces ya no era mi
cuadra.
Ya yo no estaba, y
no vi como iba desapareciendo mi infancia. Me había ido hacía
mucho, primero a la beca, después a la Universidad; después las
mujeres, los concubinatos y los placeres, siempre fuera de allá. Y
después, un día, ya estaba aquí, lejos, diciéndole a la gente de
lo bonita que era mi cuadra. Y mi país. Y la gente que conocía.
Y ahora les cuento
esto. Que ya no tengo cuadra, que el país no existe, y que la gente
se ha muerto o anda por acá. Los pocos que quedan, dicen que están
encerrados en el fondo de sus casas, huyendo del sol inclemente que
ya no tiene árboles que lo detengan. Allá pasan sus días, y sus
noches, tratando de no escuchar la estridencia de las bocinas, que
les recuerda que allá afuera hay otro orden de cosas.
Barbarie, dicen
unos. Es la decrepitud, la involución, dice otro.
La revolución, le susurran. La revolución.
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