Ayer murió el Gallego. Yo me enteré hoy.
El corazón no le dió para más, y se murió sentado en el sillón de aluminio, en mismo sitio donde siempre, mirando azoteas, esperaba la tarde desde que recuerdo tardes en mi vida.
Desde alli me dijo "Coño, gallego, como tú jodes...", "Coño, mira quién llegó, el gallego!", "Qué alegría le vas a dar a tu madre, gallego..."
Y la risa baja y ronca, y "Tú no sabes ni pinga de pelota, gallego"
Se me puso triste el domingo, que ya de por sí es un día jodido, con esto del lunes en la puerta. Claro, no tanto como a los dos hijos del gallego, mis vecinos de toda la vida, mis hermanos de crianza, que hoy llegan, uno de muy al sur, otro de muy al norte, a enterrar al gallego y a guardar el sillón de aluminio.
Como si no bastara mi casa casi vacía, ahora tampoco hay a quien gritarle, "Dime, gallego!", ni un sillón que cruja, ni una risa ronca que me responda.
Y yo no puedo dejar de llorar.
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