Última noche
Dos buenas noticias en la mañana de hoy: el té negro que nos sirven en el desayuno está mejor que el café, y esta vez sí entramos al Emirate Palace de Abu Dhabi, porque me puse pantalones.
El viaje, desde el hotel, como siempre
es tan bueno como el destino. Tomamos una via
rápida que nos lleva bordeando el mar, este mar tan calmo que parece
domesticado. Como es habitual, a pesar del GPS, tomo el lado
equivocado en una bifurcación, y eso nos da la oportunidad de
visitar el Abu Dhabi no turístico.
La ciudad es tan limpia y organizada
como todo lo que hemos visto hasta ahora. La
urbanización es sobria, racional,
el tráfico organizado, y las rotondas (in the roundabout,
take the second exit) sustituyen a los semáforos en muchas
de las intersecciones.
Desde que desembarcamos en el
aeropuerto hemos visto murales, cuadros y vallas -muy a la usanza de
la isla triste- con imágenes del Presidente del país, el vice
presidente, y del fundador de los Emiratos árabes, el Sheikh Zayed
bin Sultan Al Nahyan, propulsor de las ideas y reformas que han
llevado la nación a su estado de prosperidad, y padre del actual Presidente
de los Emiratos, que es el gobernante de Abu Dhabi por demás.
Nos detenemos en un
semáforo y, desde una pancarta enorme, la imagen del emir
fundador saluda con el brazo levantado, y mira hacia algún punto
oculto en el horizonte tras la bruma polvorienta que se cierne sobre
el desierto. Al futuro, tal y como se ve en estos lugares.
Debajo de la figura del difunto
emir se anuncia un sitio web: www.ourfatherzayed.ae
En todos esos
murales, cuadros y vallas los próceres emiratis tienen la misma
expresión: atisbando algo que solo ellos ven, concibiendo algún lugar o idea lejana en tiempo y
espacio. Sueños de beduino, que el petróleo les cumple. Lo que percibo es que lo dferente entre un demagogo que reparte ideas afiebradas, y un lider que cumple lo que promete, son 700,000 millones de Producto Interno Bruto.
El Emirate Palace está a la vuelta de
la esquina.
Lo que sucede con el Emirate Palace es
que no hay manera de describirlo con un simple texto o con una cámara
fotográfica convencional como la mía, ni con mi ojo promedio, me
percato de inmediato.
El tremendismo de los emires hace que,
como Dubai, este hotel-palacio tenga que ser visto en persona para
que pueda ser apreciado en su justa magnitud. O, al menos, con un
lente de ángulo ancho que no tengo.
Si espectacular es el Emirate Palace,
el skyline que tiene enfrente, dominado por las Etihad Towers, no lo
es menos. Me frustro tratando de captar la imagen, pero al final solo
puedo tomar fragmentos de un fantástico paisaje urbano.
En el hotel hay zonas donde no se puede fotografiar. La recepción es una de ellas; un área con butacas, tumbonas y meseros esperando instrucciones, es otra. “Hay huéspedes y visitantes que demandan discreción total”, me explica un hombre uniformado que custodia el acceso al patio, donde se levanta una carpa enorme y hermética en cuyo interior se servirá el iftar de ese día a invitados selectos.
“Pero donde no vea
las señales de ´No fotos´, lo puede hacer sin problemas”, remata
el vigilante, un negro
corpulento, con ese peculiar acento de los africanos y voz de
barítono, y que bien pudiera ser un djin que custodia este magnífico
lugar, donde se suceden enormes salones de rara belleza, con
ventanales y arabescos que se duplican en pisos que, de tan pulidos y
brillantes, parecen estar mojados.
***
Siempre había tenido la ilusión de visitar un zoco árabe.
Hasta ahora lo más cercano
-de hacerle caso a mi imaginación- habían sido los tianguis de
Tepito y Lagunilla en el DF. Pero no se parecen en nada a este.
Este, al que llegamos después de un
par de tumbos por callejuelas y rotondas -in the roundabout, take
the third exit-, es la clásica trampa para turistas, con mucha
quincalla y vendedores insistentes, socarrones. Trampa en la que, al
menos nosotros, caemos voluntariamente. Al cabo, ¿dónde se ha visto
un zoco bajo techo y con aire acondicionado? Pero ella quiere algo
“de aquí”, así que allí vamos.
Los zocos son lugares de paciencia y
manoseo. Después de un rato entrando y saliendo de las escasas
tiendas que están abiertas, comenzamos a ver más claro: hay
verdaderos hallazgos junto con la bisutería adocenada. Mi esposa
encuentra -”se decide al fin por”, debería escribir- un anillo y
un pendiente de plata, con lapizlázuli y otras piedras engastadas
cuyo nombre no recuerdo. Verla saltar de alegría es un doble alivio.
También está una lámpara a la que,
ya de regreso en Nueva York, le tengo que cambiar el enchufe y el
receptáculo para el foco, que se rompió el que traía y que resultó
ser de modelo europeo y en fin, lámpara para turistas.
Luego, un par de cosas menores, como
ese sextante de latón, con brújula incrustada, que siempre he
querido tener sobre un escritorio que no tengo, o el mini narguile,
de metal bruñido, del cuál nunca nadie fumará.
Finalmente, está la vasija.
No es ánfora, ni es florero. Pudiera ser una garrafa. O casi. Es esbelta, es de cobre,
esmaltada, con una intrincada taracea que -de dársele crédito al
emirati que nos la vende- incluye papel de oro, además de
incrustaciones de hueso de camello.
What part of the camel?, le
pregunto al vendedor, emirati con poca disposición para el regateo,
pero que nos dió un descuento especial, dijo. “Por el Ramadán,
veinticinco por ciento”, y sonríe. Tiene sonrisa de cabrón.
Persa, la vasija. O iraní. Para turistas. Pero es hermosa.
What part of the camel?, insisto
intrigado, le pregunto al vendedor, pues, entre su acento y mi semi
sordera, la información se pierde; "Bone, camel bone...",
me responde de nuevo, algo disgustado por mi insistencia que pone en
entredicho su maltrecho inglés, “Camel Bond”, quiero replicarle,
pero no sé si el chascarrillo lograría atravesar todas las
barreras.
“From Iran!”, añade entonces el
mercader con tono triunfal, y me muestra un sello, que se ve muy
auténtico, en el fondo de la vasija, y que dice “Isfahan, Iran”,
y unos trazos en caligrafía que, consecuentemente, debe ser farsi.
Después me entero que Isfahan es una
región de Irán famosa por las alfombras y no por las vasijas; pero
es bella igual, la garrafa-ánfora-recipiente. A los
dos, a mi esposa y a mí, nos gusta, y la compramos, con leve
suspiro mío, que tengo el mal hábito de llevar las cuentas, aun de
vacaciones, y para satisfacción del emirati que está haciendo
negocio en el zoco desolado por el mediodía de domingo de Ramadán
-día laboral, por demás-, y al que los
clientes llegarán, si acaso, al caer el sol.
En el hotel mi hijo aprovecha nuestras
últimas horas de vacaciones y disfruta en la
piscina. Juega con otro niño, cuya madre, con la cabeza cubierta con
un pañuelo, vigila desde una butaca. El niño, turco o sirio, no
habla inglés, pero de alguna manera los niños se entienden.
Del otro lado, acodada en el borde de la piscina, los ojos entrecerrados, un cigarrillo entre los dedos húmedos, canturrea un meretriz.
Del otro lado, acodada en el borde de la piscina, los ojos entrecerrados, un cigarrillo entre los dedos húmedos, canturrea un meretriz.
Salimos de nuevo a la calle, ya
de noche, a ponerle gasolina al auto antes de entregarlo, y nos
aguarda una última sorpresa: en este lugar, con todo ese petróleo,
apenas hay gasolineras. Tenemos que manejar nueve kilómetros hasta
la más cercana al hotel, hasta un lugar llamado
Khalifa City, “Aquí todo se llama califa” apunta
mi hijo. Hay cola para poner gasolina, cuarenta o cincuenta
autos quizás. Pero el servicio es rápido, y en unos diez minutos
estamos listos.
El GPS nos lleva de regreso por una estrecha carretera vecinal. Un enorme Toyota todoterreno está detenido en la oscuridad, fuera de la via. Cinco hombres, emiratis, se asisten mutuamente en el lavado de los pies con agua que vierten de un recipiente plástico. Uno de ellos tiende varias esteras sobre la tierra arenosa.
Es la hora de la isha, la quinta plegaria, nocturna, y el canto del almuédano ya comienza en lontananza.
El GPS nos lleva de regreso por una estrecha carretera vecinal. Un enorme Toyota todoterreno está detenido en la oscuridad, fuera de la via. Cinco hombres, emiratis, se asisten mutuamente en el lavado de los pies con agua que vierten de un recipiente plástico. Uno de ellos tiende varias esteras sobre la tierra arenosa.
Es la hora de la isha, la quinta plegaria, nocturna, y el canto del almuédano ya comienza en lontananza.
***
Trece horas de vuelo y, casi ocho años después de nuestra primera vez, llegamos a Nueva York.
Justo antes de que el avión toque tierra en el JFK, las pantallas muestran una silueta de la nave en el centro de una brújula, en la que destacan dos indicadores: uno señala hacia la ciudad, que bulle a escasos kilómetros; el otro señala hacia La Meca, a una civilización de distancia.
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