Dubai
Babul me observa mientras me
acerco a la barra y sonríe. El personal de
servicio es gentil; además, una propina siempre ayuda.
"¿Double expresso?",
pregunta. "Machiatto...", respondo en automático. "Add
a little milk, please...", aclaro, ante la mirada inquisitiva.
Mientras revuelvo el azúcar me explica que si deseo rentar un carro
debo ir al hotel contiguo. "Pregúntele al guardia de seguridad:
él le dirá dónde está la oficina de rentas...", añade, y se
retira presuroso tras las cortinas, al interior de restaurante; es la
hora pico del desayuno de los infieles.
Encontramos la renta de
autos con facilidad: un buró enfrente de las recepcionistas. Dollar
Rent a Car. "Ah, carajo...", dice mi esposa. Yo digo algo
peor. Pero no hay remedio: al parecer es la única opción para
rentar un auto en este lugar.
"Dubai acaba de
instalar cinco mil cámaras más el mes pasado...", me cuenta el
encargado de las rentas, un filipino amable, obeso y amanerado que
tiene un hermana en Michigan y que me pregunta donde está New
Hampshire. "Tengo un amigo virtual por allá...", me dice
con coqueto recato.
Nos renta el auto -treinta
dirham adicionales por el GPS- y nos advierte de lo estricto en los
controles de velocidad y de tráfico. Exagera en un detalle o dos;
sin embargo, en esencia, tiene razón.
No hemos visto policías,
pero la seguridad en los Emiratos es impresionante.
"¿Asalto? Eso no
existe. Mire...", me había dicho el taxista afgano, señalando
una cámara que estaba montada bajo el espejo retrovisor, "En la
central están observando todo el tiempo lo que sucede en el taxi.
También por esta otra cámara...", añadió mostrando un punto
negro en la esquina del aparato que cuenta los kilómetros,
multiplica por las tarifas y presenta la suma a pagar por el viaje.
"Además, nos escuchan...", concluyó.
"Entonces no hay mucha
privacidad, ¿no?", hurgué un poco más. "¿Para qué?",
me respondió sorprendido, con una rápida mirada de soslayo, y se
concentró en manejar.
Ya lo habíamos notado: hay
cámaras por doquier.
Para colmo, al intentar
conectarse a los WiFi en lugares públicos, el diálogo en el
teléfono pregunta de qué país vienes, y a
veces va más allá: solicita tu nombre y el número
de teléfono.
Los Emiratos, que fueron
uno de los tres países en reconocer al Talibán antes del
9/11, ahora se alinean con los que fomentan la
estabilización de los gobiernos tradicionales, en
contra de primaveras árabes, y combaten el
terrorismo islámico, que es enemigo de los buenos negocios.
La omnipresente -aunque
discreta- vigilancia, los servicios de inteligencia, y la justicia
expedita de los emires, hasta ahora ha logrado mantener
a raya a los fanáticos y la violencia.
***
En los Emiratos Árabes
Unidos:
Besarse en público es ilegal y puede
resultar en deportación.
Las injurias en Whatssap están
prohibidas, y se penalizan con el equivalente a más de 68,000
dólares de multa, y prisión.
La homosexualidad es ilegal y es una
ofensa capital.
La sodomia es castigada con hasta
catorce años de prisión. Si es consentida, conlleva una pena de
hasta diez años.
La amputación es un castigo legal.
La crucifixión es un castigo legal.
Bailar en público es ilegal.
***
Como cada
calle y avenida en los Emiratos, la autopista
que une Abu Dhabi y Dubai también está señalizada con pedante
minuciosidad.
Los ciento ventiocho
kilómetros, asfaltados a la perfección -todas las calles lo están-,
están jaloneados por luminarias, una cada cien metros, en algunos
tramos cada cincuenta. Las cámaras para el control de velocidad se
suceden con machacona frecuencia, de lo
cual nos alerta oportuna y afortunadamente la voz británica
del GPS.
Tenemos un amigo que trabaja
para una compañía inglesa que diseña ciudades en lugares como
este; en él pienso, al comentar con mi esposa sobre la obvia
influencia europea, y británica en lo particular -los Emiratos
fueron protectorado británico hasta 1971-, en el trazado urbano y
la organización en general; montones de
roundabouts, los elevadores son lifts, la
gasolina es petrol, los locutores de las emisoras pop con sede
en Dubai tienen un sonoro acento británico, y la electricidad es de
220 volts (el transformador de viaje que compré en Amazon es una
maravilla).
El viaje
es rápido, y pronto arribamos a una gran zona
industrial en la cual se amontonan edificaciones y estructuras con
los nombres más fuertes de la industria del planeta. A nuestra
derecha, sobre un elevado de concreto, corre un tren suburbano que se
detiene en estaciones idénticas, de diseño elipsoidal, futurista.
Sobre la
autopista, de cuatro carriles por senda, cruza un inmenso puente aun
sin terminar, parte de un enorme complejo vial. Una pancarta cuelga
justo en el centro, con el nombre de la compañía que alli
construye, un nombre que es una transcripción fonética de los
caracteres chinos que aparecen a renglón seguido.
Los chinos construyen el país.
Occidente lo colma con tecnología. Filipinos,
indios y pakistanies hacen
funcionar la infraestructura. Los emires pagan -se dice que solo la
familia Al Nahyan, una de las seis familias gobernantes, posee una
fortuna de 150 mil millones de dólares. Mientras,
los emiratis, minoría privilegiada, parecieran
llevar una vida muelle y bitonga.
De la
bruma gris amarilla, seca, de finísima arena
que flota sobre todas las cosas, en lontananza van
apareciendo, como espejismos que solo pudo
imaginar Ray Bradbury, los rascacielos de Dubai.
Dubai es uno
de esos lugares que necesitan ser vistos en persona.
De un lado,
edificios. Qué digo edificios: maravillas de la arquitectura y la
creatividad. De este otro lado, la aridez del desierto. La ciudad es
lujo, osadía, desafío. Una imposibilidad. Un megaoasis artificial
que, a pesar de su magnificencia, se me antoja frágil ante la
enormidad del desierto que la rodea.
Por primera
vez encontramos tráfico de cierta intensidad.
Es sábado,
último dia del fin de semana, y algo pasado del mediodía. El hotel
Burj Arab no me impresiona, pero la torre Burj Khalifa, neo
futurista, elegante, la estructura más alta del planeta con 830
metros de altura, 163 pisos y 57 elevadores, construida con un costo
de 1500 millones de dólares, es imponente.
El GPS nos
lleva a una garita con cristales de espejos que custodia la entrada
al área que rodea la torre. Una voz con acento imposible crepita en
una bocina y nos pregunta qué deseamos. “Visitar la torre...” Y
sigueron unas instrucciones que entendimos a medias.
Después de un
par de vueltas por los alrededores, y de regresar frustrados al mismo
lugar, el custodio logró hacernos entender que el acceso para
visitar la torre es a través del Dubai Mall, que esta entrada es
para residentes de la Burj Khalifa, algunos de los cuales, como para
ayudar al señor en su tortuosa explicación, pasan raudos por una
senda paralela y expedita en Maseratis, Porsches, Bentleys y
Ferraris.
Yo, que hago
la mayoría de mis compras por internet, y que abomino de multitudes
y centros comerciales, quedo deslumbrado con el Dubai Mall.
A tono con la
torre, la ciudad, y el pensamiento faraónico de los emires, el Dubai
Mall es el más grande del mundo, parte además de un complejo de más
de mil doscientas tiendas y comercios, con un costo de veinte mil
millones de dólares.
En su
interior, restaurantes de todo tipo -cerrados a esta hora; ya se
sabe: Ramadán-, acuarios, una libreria inmensa (“Aqui te pudieras
quedar a vivir...”, me dice ella), galerías, belleza, lujo, buen
gusto, decoraciones fastuosas, y la inevitable multitud multiétnica
en la que, de nuevo, destacan indios y chinos, tan invasivos:
no rehuyen ni les importa el
contacto corporal, no respetan orden en las filas, no piden permiso,
empujan, atropellan blandamente.
Pero lo que más nos llama la
atención es el aroma que hay todas partes. Es mirra, almizcle,
sándalo; olores dulces, sabrosos. “Deben usar metros cúbicos de
eso al día para lograr perfumar este lugar. Vamos, este mall es una
ciudad pequeña” comento.
Entrar a la torre es fácil.
Los controles de seguridad, como en un aeropuerto. Los precios,
exhorbitantes. Subir al observatorio más alto cuesta cien dólares
por persona. El del piso 117 cuesta la mitad. “Con la bruma que
hay, vamos a ver lo mismo desde uno que desde el otro...”
La vista es desoladora. De
nuevo, la arquitectura de los rascacielos es despampanante, pero lo
que salta a la vista -al menos a la mía-, además de que las
ventanas estén absolutamente limpias y transparentes, es el
desierto. Está ahí, como esperando su oportunidad para tragarse la ciudad, tal vez asombrado de la tozudez
y el delirio de estos jeques visionarios.
Dubai es, en primer lugar, un
milagro en medio de un desierto mortal; a pesar de su imagen de
prosperidad y fuerza, debe su existencia y continuidad al generoso
rescate financiero de su hermana mayor, Abu Dhabi.
Dubai es un sueño, un emblema,
un megaespejismo. Hoy, es paraiso financiero, exotismo, meta de
millonarios snobs, nuevos ricos y oportunistas. Mañana, sin
petróleo, puede ser la ciudad más abandonada del planeta.
Pero Dubai es, sin duda, una maravilla digna de
verse.
(continuará)