sábado, 9 de mayo de 2015

Códigos y espantos

“Los hombres hombres toman café, beben ron, fuman y dicen malas palabras…”, y selló la declaración con otro escupitajo marrón, que resbaló con pereza sobre las carnosas hojas de las orquídeas. Me escudriñó entonces con ojillos pícaros, intensamente azules, herencia de algún aldeano vasco: brillaban con intensidad en la curtida cara de guajiro cubano de este pariente de mi madre, y mío; todos ellos, gente buena, de malas pulgas, y filosofía simple.

Mi madre hizo un mohín de desagrado; “Él no necesita nada de eso para ser hombre, Zuno…”, intercedió en la conversación, el gesto displicente. “Usted no se meta en las conversaciones de hombres, Niña…”, replicó mi interlocutor, y me miró. “No le hagas caso”, dijo tranquilizador, “las mujeres no saben lo que dicen…”, concluyó con una sonrisa con apenas dientes, quebrados, manchados por el alquitrán del tabaco que mascaba.

“Te van a dar café en una jícara de güira: te lo tomas. Pero no pidas agua, que tiene gusarapos…”, me había aleccionado mi madre mientras caminábamos bordeando el río Hondo, por un camino destrozado por las ruedas de las carretas.

Había tantos olores, que todavía conservo: yerba, matorral; tierra húmeda, flores dulzonas; agua estancada, fango fresco, cagajones de bueyes, algo azufrado que burbujeaba en los charcos; humo de leña, azul, y humo amargo de los tabacos, acabados de liar con hojas arrancadas de un mazo colgado de un clavo en la pared de tablas.

El olor ácido del sudor sudado en faena, secado y vuelto a secar, en piel y tela; el aroma herbal del sudor del caballo inquieto -¡´tate quieto, carajo!-; el puñetazo brutal de Zuno en el cuello del animal: derribado, tembloroso, apaciguado, ensillado, bestia redomada, lista de nuevo para mí, chamaco citadino asombrado, que mi madre suponía espantado -las madres siempre te suponen espantado, aunque estés riendo-; a ratos, la brisa densa, pesado caldo de humedad y monte. La Sabana por delante, y yo, fumando a hurtadillas, porque eso es lo que hacen los hombres hombres.

Ya no queda casi nada.

La Sabana, que dicen era de un abuelo remoto, mujeriego, cabrón y prolífico -15 hijos-, lugar tan plano que las cejas de monte parecían colinas, donde alguna vez pastaron carneros, “tantos, que demoraba casi media hora en pasar el rebaño…”, y donde se refocilaban las piaras, sin saber que se estaban alistando para las matanzas de diciembre: la planicie de mis aventuras, convertida ahora en una grosera granja para sembrar unas viandas mierderas.

Tampoco está la casa grande, donde mi madre fue La Niña; ni el bohío rodeado de enredaderas, el del enorme Zuno y la hombruna María, primos de rostro de cuero y ojos traídos del Cantábrico: novios eternos a los que un azar de misericordia privó de descendencia; de todo eso, decía, sólo queda el río, los olores, y el camino abierto en canal por las carretas cargadas de sacas de arroz.

Mañana tampoco estará mi vieja; hace ya tres de sus domingos que se ausenta. Y yo, para mi bien, dejé de fumar hace más de diez años, quebrando el código de mis ancestros, que no entenderían que hay otras maneras de ser hombre.

Feliz día de las madres entonces, a mis madres cercanas. Y a todas, que tanta falta nos hacen, porque siempre saben lo que dicen; pero sobre todo, porque tienen el buen tino de espantarse aun cuando nosotros, eternos chamacos, estemos riendo.

Alec Heny ©

2 comentarios:

  1. Qué emotivo tributo, no sólo a tu mamá sino a la familia, y a las tradiciones, que no siempre hay que seguir...Muy hermoso y triste.

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  2. Gracias T de T. Lo escribí con mas nostalgia que tristeza, pero sí, tienes razón

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