Dice, además, que el Papa argentino es un tipo macanudo; encojonado, vaya. Dice que, visto el caso, consideraría hasta regresar al catolicismo, y remata diciendo que no lo dice en broma. Y lo que dijo es noticia; se asombran las personas: mira lo que dijo, dicen.
Los políticos dicen cosas. Eso es lo que hacen, decir, hablar; un político que no habla, desaparece, como el proverbial merengue a la puerta del colegio, o en el suelo de una estación del metro, o en una acera de Times Square. Esa es la idea general. Se espera que un político diga cosas. Cualquier cosa.
Dicen ellos entonces lo que creen o, más bien, lo que consideran adecuado decir en el lugar y momento que protagonizan. Después, apoltronados en la soledad de sus oficinas, o mientras cagan, se sonríen, astutos, desalmados, satisfechos con su intelecto y sistema digestivo; probablemente, todavía hasta se asombren de cuán ingenua puede ser la masa gris que los aplaude.
Sin embargo, a estas alturas, da igual que Raúl Castro le hable a un trozo de madera o que le coloque un ebbo a un pedazo de tela.
Yo lo he visto (leído, que verlo me da cólicos) decir otras cosas, como que el Presidente de los Estados Unidos de América es un tipo honesto, o prometer algo sobre un vaso de leche para niños cubanos. Yo lo he visto (ídem) enviar a una horda de borregos histéricos a una cumbre continental, a que manifiesten revolucionariamente la incapacidad de diálogo y pensamiento de la sociedad cubana, y después, como si nada, lo he visto (esta vez sí lo vi) sonreír con Obama, y decir más cosas insulsas. Después, tomé Peptobismol.
Pero, de nuevo, no sé por qué se asombran. El hermano (el de Raúl, no el de Obama), en su momento, dijo cosas peores.
Ese dijo que los soviéticos eran nuestros hermanos; que los americanos eran unos asesinos; que Cuba iba a producir diez millones de toneladas de azúcar; que, además, el país era una potencia médica, y que ya no había putas (erradicamos la prostitución, creo que dijo); que las guaguas Ikarus, heroico transporte que movilizaba a La Habana, eran una mierda -con otras palabras, pero eso-; que los cubanos emigrados eran gusanos, vendepatrias, escoria despreciable; “no los queremos, que se vayan”, dijo antes de que, por arte precisamente de lo que dicen los políticos, se convirtieran primero en emigrados económicos y después en una de las principales fuentes de ingresos de divisas del país; que socialismo o muerte; que venceremos, dijo. Dijo tanto, que se mide en días, no en horas, todo lo que dijo ese demente.
Efectivamente, cosas escucháres, porque los políticos dicen cosas.
También dijo el mencionado gran hermano, a un grupo de sonrientes empresarios y colegas políticos españoles, que ellos, o más bien sus ancestros, no habían exterminado a los taínos, siboneyes y guanahatabeyes; que, benevolentes como habían sido las huestes conquistadoras del Adelantado Diego Velázquez, primer oriental de la isla de Cuba, se habían mezclado con ellos, con los indios, que no los habían maltratado -en serio, dijo eso, yo lo vi, en los 90: el video debe estar archivado en alguna parte; lo vi, y tomé bicarbonato-. Que no los habían arrasado, dijo el orate, a los indios -obliterate, es la palabra que me viene a la mente, porque obliterar suena muy blanda-; que no los habían aniquilado pues, a fuer de trabajos forzados y viruela.
Mira que decir tal cosa, tamaña imprecisión histórica y antropológica en un tipo tan letrado, siendo que la mezcolanza sí que se dio, pero fue posterior, con los negros esclavos a falta de indios, dando como resultado el vainilla-chocolate de nuestra isleña nación. Pero esas son las cosas que dicen los políticos. Los políticos hablan mucha mierda. Y no es algo que les preocupe, por cierto.
Hay que tratar entonces de ser comprensivo: de alguna manera, además de deformación profesional, parece ser mal de familia la verborrea. Conviene recordar que Raúl Castro es un político mediocre; que, en realidad, es solo un dictador interino, un anciano que sostiene el desgastado batón percudido que le pasó el hermano mayor, y que él a su vez piensa entregarle al hijo norcoreano que gasta gafitas y barba de menchevique: ese, que lleva a pasear a reuniones con jefes de estado -quizás porque no lo llevaba a montar columpio en su momento; está compensando-. La verdad, pienso, no hay que hacerle mucho caso. Ni al hermano, ni al hijo, ni a él.
Tampoco hay que asombrarse, os digo: para el discurso y la charlatanería cada cual tiene sus motivos, misteriosos, como los caminos, propósitos y métodos del Señor.
Raúl Castro, que desgobierna con arrugada y moteada mano de hierro a ese país como si fuera la finca biranense del gallego de su padre, que controla todo/todos, que no-hace y deshace a su antojo, que detenta un poder insularmente infinito, no ha logrado, sin embargo, ni aun contando con ukases y el EJT, que las vacas se multipliquen, engorden, y produzcan leche, para poder por fin limpiarse el pecho y entregarle un prometido vaso del líquido a cada niño cubano menor de siete años. No hay que asombrarse entonces de que la única opción que le queda a Raúl Castro es rezar.
El problema cubano parece estar ya en camino de resolverse: todo está en que el general presidente los incluya en sus plegarias; recen entonces, y que el Dios de Raúl Castro los agarre confesados.
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