Es fácil indignarse con el
fundamentalismo.
Es fácil, porque la mayoría de los
humanos intentamos llevar una vida normal -segun cada particular
criterio de normalidad- navegando esa zona intermedia que está entre
los extremismos de cualquier tono.
No se trata sin embargo de que estemos
exentos de opiniones extremas; en dependencia del tema que se trate,
los embates de lo que nos rodea nos llevan a rozar esas fronteras
donde la intolerancia y la irracionalidad son la norma.
Lo de hoy parece ser tomar partido, ya
sea sobre la homosexualidad, el cambio climático, o la simple
aceptación de otros seres humanos. Y es en esa afiliación a una u
otra bancada donde, por momentos, abandonamos esa amable existencia
gris de lo aceptable, lo convencional, lo politica y humanamente
correcto, para adoptar una opinión que para otros puede resultar
demasiado radical.
Pero no hay que temer a pensar, opinar,
a decir en algún momento algo que esté alejando del mainstream;
eso no te convierte en un extremista: es la militancia, la
permanencia en esas zonas de intolerancia, lo que transforma a un
ciudadano gris en uno fundamentalista. Los cubanos conocemos muy bien
ese proceso.
El fundamentalismo se aloja entonces en
la periferia. Allí están desde los más inofensivos, los
“activismos” sociales, por ejemplo, como el feminismo o la
protección de los derechos de los animales, hasta los más
incisivos, como los relacionados a la actividad política, los
asuntos raciales, o a la filiación religiosa.
El fundamentalismo, que tiene áreas
inocuas y círculos dantescos. Y en su mismo centro, en el círculo de
la intolerancia absoluta y la sinrazón bestial, se ubica el
fundamentalismo islámico.
Pero, como decía, el fundamentalismo
es fácil de rechazar, el islámico sobre todo. Vamos, ni siquiera
los progres más ingenuos quisieran estar sentados con otros amigos
progres un viernes en la noche en un café avandgarde y que
alguien grite junto a su mesa Alahu Akbar y los haga volar
por los aires de felicidad, igualdad y fraternidad que respiraban
hasta ese momento. O al menos eso supongo.
Lo supongo, pero no estoy seguro,
porque a pesar de la evidencia de estos días aciagos cuando toda una
región del planeta se ha desplomado en un abismo de violencia
medieval, decapitaciones y asesinatos masivos de civiles, se escuchan
en estos días junto con las gritos de dolor e indignación otras
voces, las de esos progres, voces que se levantan por lo general
entre doce y veinticuatro horas después de cada masacre. “Detengan
ese discurso intolerante, por favor”, dicen, “Es que no todos son
iguales...”, concluyen.
Y hay que admitir que tienen razón. Es
más dificil indignarse con toda una contracultura.
No todos son iguales. No todos los
musulmanes son terroristas; ni siquiera se puede decir que todos los
terroristas sean musulmanes sin violentar las estadísticas. Pero sí
se puede afirmar que el Islam como cultura, como filosofía de vida,
como religión, es incompatible con la civilización occidental.
No todos son iguales. Pero hay algo que
está intrínsecamente mal en el Islam. Es una cultura que, aun en sus
variantes no radicales, fomenta la intolerancia y el inmovilismo
mental.
Vamos: tan solo la idea de que más de
un billón de seres humanos se rija por lo que dice un libro, o aun
peor, por lo que interpreta un puñado de personas en esas escrituras
crípticas que tienen más de un milenio de antigüedad, es cuando
menos inquietante; lo cual por cierto es común a las tres religiones
abrahámicas (judaismo, cristianismo y el islamismo), ese culto a la
palabra escrita, esa fijación con un manual de instrucciones que les
estructura su sistema de creencias y su
modus vivendi. Como toda
religión, existen por y para el dogma.
Pero no todos son
iguales. Mientras las dos primeras evolucionaron -de la manera que
evolucionan las religiones- para adaptarse a la vida contemporánea,
el Islam se estancó en sus raíces más oscuras y degeneró en un
sistema de creencias y valores que se tornó en un caldo de cultivo
de odio y rencor hacia Occidente: en una religión que promueve el
rechazo a lo diferente, que abraza a la muerte como premio, al punto
de ejercer la autoinmolación como cosa gloriosa; es una doctrina que
no celebra la vida, sobre todo si es en nuestro estilo, el
Occidental.
No todos son
iguales. Pero lo retrógrado parece ser la argamasa que sostiene el
discurso musulmán, a la vez que el miedo apuntala su método.
Mientras que en el Occidente los gobiernos han emancipado a las
mujeres, el Islam las cubre de trapajos y les escatima igualdades; en
Occidente hay total libertad de culto religioso; el Islam abomina de
las imágenes, y sus extremistas están destruyendo reliquias del
patrimonio cultural de la humanidad en nombre de su dios; en
Occidente se han promovido y siguen promoviendo leyes para garantizar
la igualdad de derechos de los homosexuales: el Islam los ejecuta.
Mientras a mi hijo le enseñan en la escuela que lo primero es ser
tolerante y amable con los demás, el Islam es machista, oscuro y
excluyente.
No
todos son iguales. Pero el Islam me cuestiona -nos cuestiona- lo que
comemos, lo que bebemos, lo que decimos, mi cara afeitada, lo
que creemos (o no creemos); le parece mal a sus ulemas y practicantes
cómo nos vestimos -”Respeto”, le dijo a mi esposa una colega
musulmana, con el dedo índice enhiesto, señalando al cielo, al
conversar sobre los motivos de hiyab y burkas-; no aprueban entonces
cómo tratamos a nuestras esposas, cómo educamos a nuestros hijos,
qué hacemos con el tiempo libre. No comparten nuestros placeres,
desprecian nuestros valores, sospechan del pensamiento laico, lapidan
a los adúlteros y mutilan a las mujeres, para que no sucumban a la
tentación del clítoris. El Islam, por condenar, prohibe hasta la
masturbación.
No todos son iguales. Pero el Islam en
su mejor variante, en la pacífica, nos llama -me llama- kafir,
y no me respeta como persona, ni a mi pensamiento independiente. Para
ellos soy solo un impío, un infiel, y no simplemente otro ser
humano.
¿Por qué entonces yo -nosotros- como
miembros de una sociedad occidental, con valores que aceptamos
-mejores o peores- como adecuados para nuestras vidas, valores que
además estamos en la posibilidad de impugnar y cambiar si no nos
convienen, por qué debemos aceptar entre nosotros a alguien que nos
desprecia y condena por vivir como vivimos?
¿Por qué Sharia, por qué burka, por
qué debo aceptar a quien no me acepta?
O dicho de otra manera: ¿por qué los
musulmanes no regresan y permanecen en sus países, llevándose con
ellos la vida y modos que prefieren?
No todos son iguales. Pero no encuentro
una sola razón para ejercer la tolerancia de lo intolerable. El
Islam contemporáneo no tiene nada para aportar a la vida que
preferimos y lo que es aun más grave: ni siquiera hay segunda
mejilla que ofrecer si se quisiera ser inclusivo y tolerante; no
cuando se muere ametrallado o destrozado por la explosión de un
atacante suicida.
Y ya sé que no todos son iguales. Pero
no profeso religión alguna, no me afilio a ningún grupo, filosofía,
ni corriente de pensamiento, ni tampoco comulgo con partidos
políticos, ideologías ni dogmas. Me satisface la manera en que
vivo; soy nada, y soy feliz. Y no quiero convivir con quién me mira
de soslayo y desprecia por lo que soy.
Soy occidental, ateo, impío y hombre libre; soy un infiel impenitente, preocupado por mi civilización, porque su supervivencia, véanlo de una vez, está en peligro.
Soy occidental, ateo, impío y hombre libre; soy un infiel impenitente, preocupado por mi civilización, porque su supervivencia, véanlo de una vez, está en peligro.
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