Un estudiante nació
en 1994 y su foto me mira desde su curriculum.
¿Y qué es lo que ha
pasado, me pregunto, si yo ayer también tenía 18 años?
Créanme, tan sólo
ayer era agosto en la mañana y sacábamos la cabeza por la
ventanilla del tren más grande que hubiera visto, para sentir por primera vez aire
frío, que era sólo fresco, pero era frío. Y el Bicho se ponía por
primera vez un gorro de invierno que olía a guardado, heredado de su padre, y yo me
enredaba al cuello una bufanda que alguien me regaló, que me producía escozor, y que luego
nunca más usé.
Era agosto por la
tarde, más tarde, y le ofrecíamos cigarrillos cubanos a aquel
obrero curioso, que compartió nuestro camarote, y que a cambio nos
regaló nuestro primer desayuno en aquella tierra extraña: un
envoltorio grasoso de papel encerado, con salami, mostaza, pan y
picantísimos feferoni, y una enorme botella de cerveza, botella CAME, de las mismas que envasaban jugos de manzana. Medio litro de
cerveza, o de jugo. Fea botella, feo el CAME.
Después, fue agosto
en la noche y nadie dormía en los dos camarotes repletos de
cubanitos de ojos asombrados y gritos desaforados en la madrugada eslava, que nos reíamos
irreverentes de la azorada azafata que nos reconvenía en una lengua
que se parecía, mucho, pero que no era.
Y era agosto en la
mañana otra vez, en un autobús donde rechonchas aldeanas, embutidas
en negros rebozos, nos observaban con suspicacia, pero una muchacha nos
sonreía. Y al mediodía encontramos aquella aldea que
le quedaba muy pequeña a un inmenso geiser intermitente, triste
atracción que lograba que los turistas se detuvieran quince minutos
en su carrera a ninguna parte, y compraran una postal.
Y fue tarde, noche y
mañana, y mediodía. Y lo que pasó fue la vida, que ha durado un mes, o algo así.
Ayer fue ayer otra
vez, y tengo 18 años, que no los aparento, ni nadie me lo cree.
Pero tengo 18 años, y no logro salir de ellos.
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