El magnate Trump tomó por asalto un partido fragmentado, monótono. Con agresiva retórica compulsiva, hurgando con oportunismo y sentido de la oportunidad en las llagas supurantes del chovinismo y el miedo de los blancos de clase media, se abrió paso a codazos, echó a un lado a una docena de candidatos de reconocido pedigree conservador, e izó su bandera de estrella de reality show.
En el camino minimizó a Jeb Bush, que parecía el hombre razonable de los irrazonables; ha mantenido en jaque a Ted Cruz, canadiense-tejano-cubano con una base electoral que debe ser más fuerte en el Bible Belt, entre los evangélicos a los que les encantaría ver en la presidencia de los Estados Unidos -sobre todo después de haber tenido que sufrir a un negro liberal como Presidente- a un hijo de predicador, que predica política e invoca a Dios con frecuencia tal que recuerda a los fieles que se arrodillan de cabeza a La Meca.
También ha superado Trump a Marco Rubio, al cual gobernador Chris Christie, con brutalidad de clase obrera (Christie no deja de recordarme a un orador de sindicato) ha dejado en evidencia, como a un niño azorado al que atrapan con las manos pegajosas de caramelo. O en este caso, con las respuestas precocidas, anotadas en los brazos. Marco Rubio, cuya aparente solidez ahora tiene grietas enormes que le va a costar mucho reparar.
En el otro costado de espectro político Bernie Sanders es el consuelo que les queda a muchos votantes demócratas ante una Hillary Clinton cuya credibilidad y competencia se estremecen bajo el embate del E-mailgate.
Y si bien el fenómeno Trump no es del todo sorprendente -al cabo se sabe que el racismo, la xenofobia y el nacionalismo estadounidenses están justo bajo el milimétrico maquillaje de lo politicamente correcto- la preferencia de una parte del electorado demócrata por un candidato de corte cuasisocialista como Sanders, en este el bastión del capitalismo planetario, es desconcertante.
Donald Trump y Bernie Sanders son los favoritos del día por razones que pueden parecer diferentes en cada caso pero que son, en su conjunto, un síntoma unificado de descontento con el estatus quo. El electorado -o la estadística que aportan Iowa y New Hampshire- de alguna manera está dejando sentir que se rebela ante lo “tradicional” y se lanza a una búsqueda -hay algo de desesperación en ello- de opciones que se apartan del clásico binomio demócrata-republicano.
De acuerdo a ello las preferencias por Trump y Bernie parecen, más que entusiasmo genuino por esos candidatos, un voto de castigo para un republicanismo aguado y para demócratas desabridos.
Se pudiera dar el caso entonces de que lleguemos ante una urna electoral a votar por el menor de los males. Eso es una mala noticia.
Mala noticia para la nación americana, también fragmentada, necesitada de aire fresco en un mundo que se reparte de nueva cuenta entre potencias de nuevo tipo, con Europa retorciéndose bajo la presión de la diversidad étnica y la ola migratoria que la invade, con el planeta bajo el asedio del terrorismo global como nunca antes en la Historia. Los Estados Unidos, por momentos, parecen haber perdido el control del juego mundial, y hay un sentido de urgencia porque lo recupere.
Y lo peor, pienso, no es siquiera la posibilidad -cada vez más real- de ese voto insulso en las elecciones presidenciales: aun si cambiaran las preferencias actuales, y no llegaran Trump y Sanders a las boletas, la incertidumbre acerca del quo vadis de la sociedad y la nación americana seguiría vigente.
Por lo que observo, estamos viviendo una crónica de un proceso electoral que -quisiera equivocarme- no parece llevar a ningún lugar mejor del que ahora estamos.
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