Mohamad Islam, que tiene un segundo nombre que no retengo, pelo y barba teñidos de anaranjado, con traje oscuro, camisa a cuadros, corbata negra, y penetrante hedor a aldehídos, se sienta a mi derecha.
Frente a mí, en la primera fila, están dos señoras, ancianas que se notan humildes y desamparadas.
El inglés, que las desampara. La humildad, que las distingue. Una es asiática, a la que la oficinista, algo obesa, interpela, “Do you speak English?” Y yo escucho -se escucha fuerte y claro- que la pregunta es retórica, pues los ancianos a los que sientan en primera fila son esos naturalizados por vía directa, porque son personas a las que resulta mezquino exponer a más batallas, a estas las horas de su crepúsculo. Por eso el gobierno de los Estados Unidos les suaviza el mal rato de entrevistas, trámites, preparaciones y, sobre todo, les perdona el inglés, les perdona el idioma, mientras esta oficinista algo obesa, de espesa pisada pronadora, gruesos zapatos ortopédicos y aire exasperado que apenas disimula, sin embargo le pregunta a la anciana, que sostiene una tarjeta de cartón con anotaciones en caracteres chinos, instrucciones quizás, que ha estado estudiando, leyendo, moviendo en silencio sus labios color púrpura, le pregunta si habla inglés.
“Somebody speaks Chinese, please?”, dice al fin, mirando a las ciento ochenta personas de cincuenta y un países que están sentadas, expectantes, en dos ordenados bloques de nueve filas de a diez sillas cada una, en esta hermosa sala de paredes de pulida madera (¿arce?), paredes cuya armonía solo interrumpe un majestuoso escudo de los Estados Unidos de América -E Pluribus Unum-, una vistosa bandera, de brillante tela satinada, y un cuadro de una mujer, rubia, sonriente, una jueza, cuadro retrato de pésimo gusto que desentona con el bello minimalismo del lugar.
La oficinista espera unos instantes, hasta que uno de los ya casi ciudadanos se levanta; una mujer, que le explica a la anciana lo que va a suceder; la empleada se mueve entonces un paso a la izquierda, y vuelve a preguntar, esta vez a la otra anciana, una mujer que pasaría inadvertida en calles y colas de Cuba, señora mestiza que viste sencillo, deslumbra su inconfundible nobleza de madre y abuela -las nuestras- y yo levanto la mano cuando la empleada, con aire aburrido, pregunta si alguien habla español.
Le explico a la señora entonces lo que va a suceder, con muchísimo gusto lo hago, y con una sonrisa -cosa rara en mí, que tiendo a lo ácido- y ella me agradece con dulce acento, colombiano quizás. La empleada se da por satisfecha al fin, sigue su periplo, y yo regreso a mi asiento, sintiéndome buena persona.
En la mañana el inmenso estacionamiento estaba vacío cuando llegamos. O casi. Otro auto, ocupado por un negro corpulento que con atención examinaba su teléfono, ya esperaba en el lugar. “¡Soy el segundo!”, pensé, y exclamé, alborozado. Vamos, hay que entender que para un cubano, que compraba juguetes el quinto día por la tarde, ser segundo en una cola es como ser el primero.
Al final fui el tercero, porque un muchacho bajito, de constitución delgada, vistiendo un traje y una pajarita con motivos de la bandera americana (lo cual le confería un equívoco aire de Tío Sam en su temprana juventud, pero latino), logró escurrirse antes que yo por el portón de cristales a prueba de balas y ocupar mi segundo lugar. Pero en una cola, lo sabemos, tercero es igual a segundo que es igual a primero.
“Creole, please, anyone?”, pregunta de nuevo la empleada, detenida ahora frente a una señora negra que luce un pañuelo rojo en la cabeza y viste una suerte de pollera. El afortunado primer lugar en la cola, que está sentado en el primer asiento de nuestra fila, y que no ha dejado de mover la pierna con nerviosa insistencia, levanta el brazo, se incorpora como un resorte, y asiste en ese nuevo desencuentro idiomático. Babel, pero con orden; americano, por supuesto.
“No english”, me dice de repente mi vecino de la izquierda, un señor entrado en años, con aspecto de blanco europeo, y que viste a la usanza del campo socialista. Me muestra un formulario que nos han entregado, para registrarnos como votantes. “No english”, me repite; sonríe, turbado, trato de explicarle, vote, voto, President, y me mira, perplejo. Se trabó el paraguas lingüístico, pienso, pero me las arreglo para preguntarle cuál es su idioma. “Albania”, responde. Ya tú sabes.
De repente, el hombre alza un dedo, “¿Hrvatski, Serbskij?”, dice esperanzado, y yo no puedo creer en nuestra suerte porque a eso ya me le puedo acercar, al Serbio Croata, y entonces echo mano de la reserva eslava. El anciano escucha mi atropellada explicación y sonríe, más tranquilo.
Un chillido electrónico, de feed back, me perfora el oído derecho. Viene de la oreja izquierda de Mohamed, donde observo lleva incrustado un micrófono para sordos. ¿O será un aparato para comunicarse con alguien allá afuera, que le dicta instrucciones? ¿O será que Mohamed es simplemente sordo, además de musulmán que se tiñe el pelo de anaranjado? Debo dejar los estereotipos a un lado, medito; puta madre, Islam, que susto me has dado.
“Así es”, regreso mi atención y le respondo al señor albanés, “hablo un par de idiomas eslavos, además del inglés y el español, por supuesto”, y siento que me siento ufano, qué poliglota soy, casi me digo. Yo hablo albanes -me dice entonces el señor, que según alcanzo a ver en sus documentos se llama Soleyman- que es mi lengua materna. Además hablo serbio croata, italiano, alemán, y turco. Entiendo armenio, polaco, ucraniano, ruso, checo y eslovaco y un poco de francés. Pero no hablo inglés…
Pero no habla inglés. Puta madre, Soleyman, pero tú eres un cabrón genio transbalcánico, quiero decirle, un poco avergonzado de mis tristes cuatro idiomas, pero solo atino a un Wow, medio bobo como suenan todos los wow, y el hombre, que habla más lenguas que un mercader medieval, pero que no entiende inglés, vuelve a sonreír con timidez.
Los neo ciudadanos van desfilando frente a mí, camino a entregar su tarjeta de residente, la mítica green card. Un empleado que tiene un notable parecido a George Constanza, el de “Seinfeld”, las toma, las perfora con una ponchadora, y las acomoda en bultitos que después ata con una liga de goma. A su lado la oficinista obesa revisa las cartas de citación a este evento, hace un par de preguntas de rigor, firma, y devuelve el documento.
“Albanian, really?”, dice cuando le toca el turno mi vecino hiperpolíglota. “I give up…”, alcanzo a escuchar que le comenta a George que, inexpresivo, reordena sus ordenados bultitos de green cards, toma agua de una enorme botella, y se coloca en modo standby. Al fin aparece la nuera del anciano, albanesa también -las albanesas, babe…- residente en Great Neck, allá cerca de donde vivía el Great Gatsby, y que es esposa del hijo cirujano de mi vecino albanes; aparece la muchacha, se hace cargo de las explicaciones y la cola fluye otra vez.
¿Dónde puede ver uno personas de medio centenar de naciones reunidas en un solo lugar? En el JFK, o en la ONU, o en Times Square, o en el Northern Boulevard de Queens, quizás. Siento sin embargo que esas multitudes no tienen este sabor, ni este olor, me digo, y miro de soslayo a Islam, que está llenando su formulario para registrarse como votante.
Aquí estamos entonces, tensos por la espera y la ocasión, aun atemorizados por la burocracia, por la gorda y exasperada oficinista, por los ujieres que apenas nos miran pero nos vigilan, aquí estamos, E Pluribus Unum, entrando con pie firme a los Estados Unidos de América, esa América que -al decir de una amiga- se cree blanca, pero que se diluye en sus migrantes. Veo pasar negros, indios, blancos, mestizos, eslavos, asiáticos, latinos, flamantes ciudadanos ahora, y pienso en Donald Trump y sus seguidores, blanquísimos, asustados, y me sonrío.
Con un apresurado Congratulations! terminó para mí la ceremonia; junto con ella una etapa -¿la vida hasta ahora?-, y tan solo puse un pie fuera de la hermosa sala de paredes tapizadas con madera -¿de arce?- comencé a pensar en la etapa que comienza. Puta madre, que no te das descanso, me dije, y me fui a tomar una foto con Obama, Biden, la bandera y el enorme escudo de los Estados Unidos de América, mientras los recién acuñados ciudadanos se apilaban en fila, esperando su turno para dejar constancia de este magnífico día de comienzos y juramentos.
E Pluribus Unum, nunca mejor dicho.
¡Felicidades, mi amigo!! Qué día tan especial. Que lo celebres mucho!!
ResponderEliminarAbrazongo desde Taos.
Gracias Tere! Feliz...
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