O, tal vez, simplemente ya no haya nada que decir. O sí, pero que ya no me interesa. No sé, no estoy seguro.
Unos dicen que al fin se dió un cambio. Que ya cambió algo. Que se pueden vender croquetas y pizzas, por ejemplo.
Otros afirman que no ha pasado nada. Que no pasa nada si no hay televisión por cable, ni acceso a Internet o telefonía celular que se pueda pagar con los salarios cotidianos. Que mientras haya que sufragar el teléfono con dinero de la familia emigrada, o con el efímero dinero de un ingreso fortuito y ajeno a la cosa mensual, nada ha cambiado.
Que son ahora los tiempos de convivencia, dicen. De embajadas y habanos, de discursos y represión, de más turistas y menos disidencia, que ya no parece estar de moda. Todo vale, parece, excepto disgustar al desgobierno. Banderas blancas, antesalas con el sombrero en la mano, sonrisas conciliadoras. Eso es lo de hoy, parece.
Parece, pues, que nada ha cambiado lo suficiente.
O es, simplemente, que lo importante no ha cambiado. Cuba y la cosa cubana siguen embarrancadas en los bajíos cenagosos de la ineptitud desgubernamental; la tierra sigue infertil, los mares vacíos, los animales estériles. El bloqueo, deber ser, que sigue bloqueando por igual a malangas, vacas y cubanos.
Se me acaba entonces la ira con el fin de la era. Me queda solo la sorpresa, la certeza de que también se me va a acabar mi tiempo sin enterarme del fin de la historia.
Y sobre todo está la tristeza de saber, además, que ya casi no me importa.
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