“Ná, gracias…”, me respondió al fin el señor, devolviéndome el librito, y reiniciando la conversación con otro tema que ya no recuerdo. Efectivamente, me dije, era indiferencia. Dos días después el hombre, tío de la que por entonces era mi esposa, regresó a Miami, donde vivía hacía ya veinte años, y yo hube de esperar otros tantos para entender cómo se llega a ser indiferente ante lo que a otros cubanos importa.
Me acordaba de ese breve episodio al leer que habían llegado a Miami cuatro comediantes cubanos, contemporáneos, a los que no conozco. Vienen siguiendo a su público emigrado, que sí los conoce; inmigrantes recientes, que quizás ya apenas recuerden que Boncó era un “pala” en el programa estelar de Carlos Otero en el canal 6, junto con Gustavito y Antolín, o que Hilda Rabilero, con aquella divina risa de depredadora, fue la reina de los anocheceres sabatinos en su programa “Contacto”. Definitivamente tampoco van a saber quiénes fueron Enrique Arredondo, María de los Ángeles Santana, o Germán Pinelli, como yo tampoco conocí, y por tanto no puedo recordar, a Trespatines o Cachucha y Ramón.
El exilio cubano, y sus memorias, es como esos estratos geológicos que cuentan nuestra historia, a la vez que dejan intactas cada una de sus etapas. Cada cierto tiempo entonces alguien viene a excavar en esas memorias, a cosechar la nostalgia; lo hace con presentaciones de Mirta Medina o Ania Linares, con shows de Gustavito y Ulises Toirac, o como ahora con estos comediantes -para mí- desconocidos. En los peores casos la recaudación incluye a politiqueros oficialistas como Buena Fé, o a reguetoneros menesterosos cuyo nombre ni vale la pena mencionar, que también han llegado en busca de su público emigrado, devenido ahora en cliente solvente en dólares contantes y sonantes.
Es la industria de la nostalgia, de la que se están sirviendo, con cuchara amplia y escasos escrúpulos, empresarios cubano-americanos harto conocidos en ambos lados del Estrecho de la Florida.
Es un signo de los tiempos -nada nuevo, por cierto- esto de ir adonde esté el dinero. Es lo que hacemos. Es lo que hacen artistas y músicos. Para algunos se ha convertido en algo lucrativo; para otros, en una pesadilla que los hace oscilar entre Miami, o Madrid, y La Habana, entre el fracaso y la consolación.
En cualquier caso están buscando, persiguiendo con tenacidad, luchando a brazo partido, su nicho de nostalgia. Son la montaña que vino a Mahoma, porque Mahoma es el que paga.
Que les vaya bien entonces a esos comediantes; es una oportunidad válida, y la deben aprovechar. Al cabo siempre habrá un nicho de mercado nostálgico esperando ser servido, aunque algunos ya digamos, “Ná, gracias…”, y pasemos la página, indiferentes.
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