Debe haber sido en el cine Los Angeles
donde le agarré el gusto a las películas
que nadie veía.
Me iba a medias
tardes, a disfrutar del
aire helado, con olor a cine vacío, a
arrellanarme en las cómodas butacas,
observando con curiosidad infinita las musas que flanqueaban la
pantalla. Y a ver peliculas japonesas, europeas,
soviéticas (que no es
lo mismo) y que más nadie ha visto.
Y a fumar, por supuesto. Salia a fumar a
la suave luz verdosa del mezzanini, sentado en los mullidos sofás
de piel. Me acompañaban un bebedero que
siempre tenía agua fría
y, a veces, una acomodadora que me observaba de soslayo, con curiosidad.
Un dia mi vieja
me sintió el hedor del humo, y me dió
una bofetada, de las dos o tres que recuerdo haber
recibido. Bofetada de pura frustración, pues el
cigarro era su némesis, su
pesadilla; que sus hijos fumaran, le
resultaba tan insoportable y asqueante como la peste de los cigarros.
Luego llegaron los tiempos del Festival de Cine. La sala atestada, el aire viciado; toda esa gente me resultaba una profanación de mi cine particular. Pero allí conocí a una muchacha y, bueno, es parte de otra historia.
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