“Él fue capitán del ejército Rebelde”, me dice entre solemne y triste mi acompañante, mientras con manos nudosas hace un apretado rollo del periódico al que ni siquiera le dedicó una mirada y que le acaba de comprar al astroso vendedor que lo saludó con familiaridad y que ahora sigue gritando, vaya, la noticia, como lo cogieron, con estentórea voz que se escucha por encima del ruido de la calle Reina, y que de seguro le sirvió para vociferar órdenes en mejores tiempos.
“A. siempre me regaña porque me aparezco con otro periódico en la casa. Nosotros lo recibimos, ¿tú sabes?, pero yo siempre le compro un periódico a él, para tirarle un cabo. A. me regaña, pero al final dos periódicos vienen bien, ella los usa para los charquitos del meao de los perros...”, sigue diciendo con una sonrisa suave mi acompañante, ex-teniente coronel del MININT, y que ahora administra una gasolinera cercana a su casa.
Mi acompañante es un hombre privilegiado.
Se retiró, o fue conminado a retirarse, junto con otros numerosos oficiales del MININT y de las FAR de esa generación que se hizo “guardia” en los 60 e hizo carrera en los 70. Generación repleta de graduados en ciencia criminal, espionaje y técnicas policiales, pupilos tropicales en la KGB o la Stasi, muchos inclusive con títulos de abogados, producto de una carrera de Derecho express, adecuadamente diseñada para esos soldados de la Involución, escasos de tiempo y talento académico.
Y él es un hombre privilegiado.
No es, ni fue, de la élite. No tuvo la astucia, las relaciones, el pedigree, la impiedad necesaria para posicionarse en el futuro, en las jugosas organizaciones pseudocapitalistas que, subordinadas al aparato militar, se fueron apoderando de la porción más sabrosa de la magra economía cubana: las divisas.
En la gasolinera, pues resuelve unos litros de gasolina para su maltrecho carro. Es buena gente, y es un tipo querido en el barrio. Es fácil imaginarlo como el “policía bueno” en un interrogatorio.
No como mi vecino, que es un tipo naturalmente malencarado.
Mi vecino, que también fue un hombre privilegiado.
Como coronel activo del MININT, usaba auto oficial, vacacionaba dos veces al año en balnearios exclusivos para oficiales, y viajaba con frecuencia al extranjero, ocasiones de las que guarda curiosas fotos, donde su rígida figura gris desentona entre desenfadados artistas y jóvenes risueños. Su vida fue una buena vida, comparada con la mayoría de los cubanos. Sin embargo, sus méritos y su suerte al parecer fueron insuficientes para tener carro propio. Su más valiosa posesión era un aparato de aire acondicionado que se escuchaba ronronear desde la ventana de su cuarto en las terribles noches de calor habanero.
Y eso fue aproximadamente todo lo que le quedó al retirarse después de casi 30 años de fiel y dedicado trabajo al servicio de la Involución. En la abulia del retiro probó suerte en la Asociación de Combatientes de la Revolución, donde trató infructuosamente de mantener viva la idea de seguir siendo útil a sus ex-empleadores; quería ser historiador, pero se percató rápidamente de que hacía falta más dinero en la casa, ahora desprovista de privilegios. Finalmente, encontró trabajo como supervisor de personal del Cuerpo de Vigilancia y Protección, CVP.
Para su trabajo le asignaron una motocicleta, en la que tenía que recorrer puestos de vigilancia y garitas, algunos de ellos muy alejados de su casa. Poco a poco su rostro ceñudo se tornó aún más oscuro por el hollín del humo de los carros y el sol inclemente. Comenzó a enfermarse cada vez con más frecuencia, abrumado por el aire fresco y húmedo de las mañanas y los aguaceros a cualquier hora. Después de una grave bronquitis, el coronel devenido en coordinador de CVP decidió retirarse otra vez. Tuvo que devolver la moto, cierto, pero al menos el aire acondicionado todavía funciona.
El hermano de mi amigo, según algunos, pudiera considerarse igualmente un hombre privilegiado.
Especialista de primer grado, teniente coronel retirado de las FAR, conoció a su futura esposa mexicana mientras deambulaba desesperado La Habana de los 90, buscando una oportunidad milagrosa de supervivencia. A falta de algo mejor que hacer, salía diariamente a caminar, sin rumbo ni planes, rumiando la perplejidad del soldado que ha pasado la mayor parte de su vida en unidades militares, en la seguridad de la comida tres veces al dia, el ordeno y mando, y con la recompensa de una pequeña pero importante factura de alimentos que se llevaba a la casa quincenalmente.
Caminaba entonces, observando esta inexplicable sociedad civil, tan ajena, tan ineficiente, tan escasa en oportunidades para un ex-militar, ex-oficial, o sea, para un civil recien estrenado que simplemente no sabe las reglas del juego porque nunca lo ha jugado.
Tuvo la clarividencia de reconocer la oportunidad que buscaba en la mujer rechoncha y sonriente con la que tropezó un mediodía en la calle Obispo. Desplegó entonces todo su arte de galán y amante, y cultivó cuidadosamente un tórrido romance otoñal, presto a soltar amarras y dejar detrás absolutamente todo, pues no había ya nada para él en las calles de la ciudad.
En unos meses ya vivía en México. Allá lo conocí. De nuevo deambulaba las calles, otras calles, otra vez desesperado, buscando un empleo, pues la rechoncha y sonriente mexicana se había trasmutado en una, aún rechoncha, pero ahora exigente y dictatorial mujer, plenamente conciente de su ascendiente sobre el infeliz ex-oficial de las FAR, que sabía todo lo que había que saber sobre artillería, pero al que nada había preparado para enfrentar el látigo de aquella mujer de la cuál dependía, al menos por el momento, para permanecer en México, pero sobre todo, fuera de Cuba.
….............................
Cuba. El líder, finalmente muriendo. El hermano, arrastrándose penosamente, y arrastrando al país con él, por una cuesta que no lleva a ninguna parte.
Ya no hay guerritas que librar, la escasa oposición se desgarra en riñas internas, y es el tiempo de los herederos, de repartir, de lucrar, de hacerse con una piltrafa de lo poco que hay.
En ese entorno, ya los soldados no hacen falta. El vendedor de periódicos, mi acompañante, mi vecino, el hermano de mi amigo, y otras decenas de miles cuyos nombres no recuerdo, son desechos. La Involución, burda, alejada de la majestuosidad de un Saturno, ni siquiera se los tragó. Simplemente los masticó y los escupió.
A los desechables, a los olvidados, sólo les queda reconciliarse con la idea de que todo fue un absurdo.
Y resignarse, por supuesto, a que ahora son obsoletos.