lunes, 4 de diciembre de 2017

Instrucciones para echar gasolina en La Habana a las siete de la mañana. Un cuarto de tanque

Me fui a Cuba en modo Zen.

No voy a criticar lo obvio -que Cuba es obvia hasta su caliza médula-, me dije. Es ocioso, mediocre, regodearse en lo que ya se sabe perenne, me convencí.

Allá en Mayami me dan un uhgrái y ya, horas después escuché decir a otro recién llegado. Arengaba a los que supongo eran sus familiares en la oficina donde se rentan autos en el aeropuerto cubano, porque algo no salió como él esperaba.

No sea verraco, pensaba al escuchar al viajero declamar su frustración con acento de barriobajero, que a Cuba uno no va a por expectativas, me hubiera gustado decirle. Me alegré otra vez de la paz de mi espíritu.

Cuba se toma o se deja, pero no se compara. No es Jayalía, Madrid, Nueva York. No es DF, Caracas o Buenos Aires adonde se llega.

Cuba, y su adelantada, La Habana, son únicas; cápsulas extravagantes donde se mezclan a trompicones lo obsoleto y lo moderno, el mendigo y el pionero. Es mi ciudad natal, destino para turismo de decadencia, que es la que ya no es mi Habana.

Claro que no le dije nada de eso al quejoso miamero; estaba yo además tratando de solucionar mi propio asunto inesperado. Estaba también relajado, alegre, en éxtasis, por haber abrazado a mi hija -que esperaba junto a su esposo afuera de la oficina- y por tener aun su sollozo en mi hombro.

Fui esta vez, como he ido siempre a Cuba, por deber filial. Nunca he hecho el atropellado viaje para perderme en francachelas de cerveza, dominó y baile -que tampoco se me da muy bien-, mucho menos a tocar claves fuera de tiempo o a ir de putas.

Allá voy a sumergirme en mi familia. Voy a escucharlos, a dejar una palabra de aliento, una palmada en la rodilla, a llenar los congeladores con paquetes de pollo sanguinolento, a comprar cantidades absurdas de papel sanitario.

Disfruto desayunar, merendar, almorzar o cenar con mi gente, a reírme de las expectativas, y de la falta de ella. Me deja satisfecho llevar a mi padre al extremo más remoto de La Habana a que por fin compre una “cajita”, el convertidor de señales que hará que los canales de televisión por fin se vean y escuchen bien -que no hay caja que arregle el contenido, eso no tiene remedio.

Lo llevo además al viejo a que le tomen molde de la oreja para un aparato para su sordera, a que se haga análisis de sangre, y un ultrasonido de próstata y vejiga -está entero, mi viejo, le dice el médico y mira asombrado el esfigmomanómetro que muestra ciento veinte con ochenta de presión arterial de este sobreviviente de ochenta y ocho años de edad.

Grosso modo, a eso voy.

A los tres días, sin embargo, y debo admitirlo sin el menor asomo de vergüenza, mi paz se quebranta y comienzo a escribir, o al menos a pensar, estas notas. Así que debo regresar al principio, al momento cero, aeropuerto John F. Kennedy, en Nueva York, a las siete de la mañana, con una agradable temperatura de un grado centígrado.


La Habana, 10C

¿A cuántos destinos viajan las decenas de aerolíneas que brindan su servicio en el aeropuerto John F. Kennedy? ¿A cientos? ¿Un millar? ¿Usted lo sabe? Yo no lo sé.

Solo sé que esa singularidad planetaria que son Cuba y sus viajeros tiene sus propios letreros, colgados por doquier en la Terminal 5 de JetBlue en el JFK: unos carteles amarillos con letras negras que indican cómo llegar a la cosa cubana que está allá, aparte, en cuarentena, excepcional, extraña, en la zona de llegadas por demás, y no en la de partidas.

Un par de escollos más tarde -insalvables para el ciudadano americano de origen no cubano- se llega a la puerta de salida donde todo dice -qué digo: grita- Cuba: sombreros alones y ropa de camuflaje, collares de santería y zapatos dorados, cuerpos pasados de peso -emulando con los equipajes- envueltos en ropa demasiado ajustada. Modo y estilo que nos (los) marca, ya que no distingue.

Además, están allí los inevitables que, desde ya, llevan boina verdeolivo ladeada, bandera cubana cosida a una mochila, zapatos tenis astrosos, barba descuidada y yo, rehén de mis estereotipos, supongo que escuchan a Carlos Puebla en los audífonos que cuelgan hasta sus Iphones.

Tres horas más tarde el aeropuerto es otro; el resto, es igual. Quizás peor.

Mi último acto en tierra estadounidense fue tomarme un capuchino triple. Mi primer acto en tierra cubana, antes de llegar a los abúlicos aduaneros, fue orinar. Si Usted necesita ir al baño en la zona pre aduanas de la Terminal 3 en el aeropuerto José Martí, mire a la izquierda cuando entre a ese salón cavernoso que Usted bien conoce.

El baño que verá huele a orines. Solo funciona un urinario. Los otros tres están fuera de servicio, cubiertos con un plástico blanco, como si de extraño luto estuvieran por la orina de los recién llegados.

Soy el primero que entro al baño y, cuando termino de orinar, ya hay tres personas que esperan con mal disimulada urgencia. No hay jabón, papel ni secador para las manos, pero hay agua. Me enjuago los dedos, me los seco en el pantalón sin pudor alguno, le sonrío a los que esperan y salgo del baño.

Bienvenidos a Cuba, dice en un cartel.

Cuando entrego los pasaportes -que somos dos en uno, santísima dualidad- siento un súbito remordimiento por el aduanero. Usé mi mano izquierda, la de orinar, y ahora los documentos, están untados de invisibles fluidos genitales. Pero el sentimiento es tenue, así que lo supero y avanzo.

“Compañero, levante los brazos”, me dice, cuando un poco más adelante cruzo por el marco de detector de metales y se escucha un pitido, una jovenzuela vestida con un uniforme de color que no logro definir y que parece de becado. La funcionaria blande otro detector, este portátil.

No me molesta la orden. Ni siquiera la ausencia de un “por favor”, que hubiera convertido el por demás común procedimiento de revisión en otra cosa algo más amable. Al cabo ya he tratado lo suficiente con aduaneros de tres continentes como para saber que su estado natural es de rispidez y paranoia.

Lo que me molesta es que yo no soy un “compañero”.

Cuando me fui de Cuba y bajé del avión de Aeromexico en el DF, hace veinte años, ya no era compañero, compañera. Yo soy huero, un puro, un señor, un caballero, el consorte que parqueó el carrito azul, como dijera días después un velador de parqueos. Soy un habitante. Pero no compañero. Compañeros son los bueyes, mi padrino dixit.

“Ya. Puede irse”, me autoriza la compañera, irrumpiendo en mis pensamientos.


Me tienta tenderle mi mano. No la derecha, la de escribir y saludar, sino la izquierda, y estrechar la suya en fraterna despedida, pero le doy la espalda y en breve salgo al sol, al país donde, y yo no lo sabía, o ya se me había olvidado, ponerle gasolina al auto es un absurdo cotidiano.

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