Para mi sorpresa
y desencanto, el sandwich cubano que comía en La Habana, tal y como lo
recordaba -generoso, de dos pulgadas de alto, pan tostado, jamón firme y lleno
de sabor- ha sido sustituido en muchos lugares con el llamado Elena Ruth, Elena
escrito con H, y Ruth pronunciado como Rúz, horror de apellido para cualquier
cosa, aunque sea un emparedado.
En lugar de pavo, que es el ingrediente original, le ponen pechuga de pollo, igual de seca e insípida. Le sugiero a mis invitados, mientras leemos el menú en una cafetería en Primera y algo, en Miramar, lugar con una decoración sui generis, con muy buen café y una oferta interesante -para variar, no recuerdo el nombre del lugar- que pidan le pongan jamón en lugar del pollo, y parece gustarles la idea.
En mi casa,
mucho antes de que yo supiera que una Elena Ruth se comía las sobras del pavo
de Thanksgiving con mermelada de fresa y queso crema, mi madre preparaba
“discos voladores”, bien tostados, con dulce de guayaba en lugar de mermelada
de fresas, queso crema y jamón viking -viki viqui, biqui, biki-, que yo no sé a
derechas cómo se escribe el nombre.
Juana Bacallao, y no Helena o Elena Ruth, me gustaría como nombre para esa variante de más sabor que merendábamos en mi casa, salao con dulce tropical, muy de La Habana, muy de mis días en La Habana.
Pero tengo la impresión de que, en la búsqueda de lo diferente -y que, por el bien de la buena competencia, así sea-, Elena Ruth, con H y apellido infamante, seguirá invadiendo los menús de esos pininos de buen capitalismo que son las cafeterías habaneras que, importadas de Miami, han proliferado en La Habana como el salpullido en verano.
Juana Bacallao, y no Helena o Elena Ruth, me gustaría como nombre para esa variante de más sabor que merendábamos en mi casa, salao con dulce tropical, muy de La Habana, muy de mis días en La Habana.
Pero tengo la impresión de que, en la búsqueda de lo diferente -y que, por el bien de la buena competencia, así sea-, Elena Ruth, con H y apellido infamante, seguirá invadiendo los menús de esos pininos de buen capitalismo que son las cafeterías habaneras que, importadas de Miami, han proliferado en La Habana como el salpullido en verano.
Esa tarde,
ya solo en el auto tras dejar a mis invitados en sus casas, hice un alto en un
paso peatonal.
Una señora atraviesa
la calle. Camina lento, con un fatigoso bamboleo. Pasa frente al auto sin
mirarme. Enciendo el radio. Un hombre con voz engolada y tono aleccionador dice
que no podemos vivir un día sin Fidel. Me apresuro a oprimir la tecla de
búsqueda de estaciones.
La señora ya casi llega a la seguridad de la acera opuesta. Ahora cruza un hombre que mira en mi dirección por encima de sus espejuelos oscuros.
En el radio, en otra estación, otra persona dice que el Ballet Nacional de Cuba también participará en los homenajes por el aniversario del tránsito de Fidel hacia la eternidad.
La señora ya casi llega a la seguridad de la acera opuesta. Ahora cruza un hombre que mira en mi dirección por encima de sus espejuelos oscuros.
En el radio, en otra estación, otra persona dice que el Ballet Nacional de Cuba también participará en los homenajes por el aniversario del tránsito de Fidel hacia la eternidad.
Los angustiosos
eufemismos, símiles y metáforas para sustituir “Fidel está muerto” parecen no
tener fin. De las loas hiperbólicas y la beatificación en curso, mejor ni
hablar. Solo diré que hay un repugnante tufo norcoreano en todo lo que
concierne a los hermanos Castro.
Oprimo de nuevo el botón de búsqueda en el radio. Dice, ahora una mujer, que a Fidel le han otorgado un doctorado honoris causa post mortem en una universidad nicaragüense.
Oprimo de nuevo el botón de búsqueda en el radio. Dice, ahora una mujer, que a Fidel le han otorgado un doctorado honoris causa post mortem en una universidad nicaragüense.
“Manda
pinga...”, murmuro, y apoyo la cabeza en el volante. El hombre curioso de los
lentes de sol confunde mi gesto de hastío, acelera el paso, y deja la vía
libre.
Acelero con
innecesaria brusquedad y me lanzo a atravesar la humareda.
La Habana, 330C
“¡Cacha, mira esto: ESTE no tiene dinero para pagar!”
Cacha es la
cajera somnolienta; el que grita -porque fue un grito, no una exclamación- con una
nota de histeria en la voz, es el seudo hípster; y “este”, pues soy yo.
Con la
billetera en una mano, los diecisiete CUC en la otra, trato de reprimir el
familiar calor que se extiende por el diafragma, me calienta el pecho, sube por
la garganta, hace que me sonroje -lo sé sin que haya espejo- y socava mi raciocinio.
Que no puedo perder la calma, coño. Bajo la vista un momento. Inhalo profundamente,
exhalo suavemente. Me concentro en el centro de mi cuerpo. Cuento hasta tres, luego
hasta cinco, y diez.
Todo para
poder mirar a los ojos del energúmeno, con falsa calma, y responderle en voz
baja.
“Yo SÍ
tengo dinero para pagar”, le digo, y muestro el borde de la billetera por donde
se asoman dólares de diferente denominación. “Lo que no tengo son CUC”. La
palabra CUC me sale con cierto desdén que me gustaría evitar, pero es ese calor
traicionero, que me hace hacer tonterías.
“A ver…”,
dice el muchacho. Extiende el brazo con rapidez, trata de hacerse con mi
billetera.
Muevo la
mano en que sostengo la billetera y la pongo fuera de su alcance. “Calmado,
chama, calmado…”, le digo en voz aún baja, y el seudo hípster retira su mano
lentamente. Inhalar, exhalar. “A ver, ¿dónde puedo cambiar dinero por aquí
cerca?”, le pregunto. “¿A esta hora? En ningún lugar…”, responde con voz
chillona e innecesariamente alta. Y lo acompaña con un mohín de disgusto ante mi
ignorancia de cosas tan elementales como a qué hora abren los lugares que
cambian dinero por papelitos.
“¿Cuánto le
falta?”, tercia entonces Cacha que, mientras atendía a los que pagan por la
ventanilla, algunos con efectivo, otros con tarjetas, mantenía un ojo en nuestro
intercambio. “Uff… ¡Un camión de dinero!”, le responde el empleado con un alambicado
aspaviento, que termina colocando las palmas de sus manos sobre el mostrador.
Bajo el cristal hay cosas para la venta que no atino a identificar.
La muchacha
deja la ventanilla, sin cruzar palabra con los que esperan su turno para pagar,
y que ahora miran con curiosidad lo que sucede de este lado de los cristales. Se acerca a donde estamos. Trae una calculadora en la mano. El muchacho se hace a un lado y Cacha
ocupa el lugar que este dejó libre, frente a mí.
“A ver… Son cuarentisiete, tiene diecisiete,
debe treinta…”, oprime con destreza las teclas de la calculadora. “Le voy a
comprar los dólares a noventa y tres centavos”, me propone a media voz. El precio es bueno, lo sé de mi experiencia
previa con la compra de CUC en el mercado negro de divisas. Asiento, aliviado. Me
dice una cifra, le entrego el dinero y me devuelve tres dólares. “Y le debo los
centavos…”, añade. “Usted es una persona lista…”, le respondo mientras coloco
los billetes en la billetera. La muchacha no dice nada. Solo me mira, inexpresiva.
“Oye”, le
digo entonces al muchacho, que en silencio había presenciado la transacción,
“Treinta CUC no es un camión de dinero: no te da ni para una bicicleta”. Antes
de terminar de decirlo ya sabía que estaba hablando de más. Que debía haber dado
por terminado el incidente y haberme marchado en silencio; al cabo era mi culpa
no haber tenido el dinero necesario listo para pagar por la gasolina.
Además, qué
coño hago yo a las siete de la mañana de un lunes en La Habana, casi en Acosta
y Diez de Octubre, respirando vapores de diesel, comenzando a sudar el día, protagonizando
un pequeño espectáculo que alguno de los empleados o clientes contará en la
sobremesa de esa tarde. Un tipo ahí, tú sabes, se creen mucho, vienen de allá,
tienen cuatro pesos, se creen mucho esos tipos.
“Ah, ¿sí? Será
poco para Ustedes, porque para nosotros, aquí, sí es mucho dinero”,
respondieron casi al unísono Cacha y el muchacho. Eso. You had it coming. Tú echa gasolina a su manera, la complicada, paga
lo que debes, perdona la tontería ajena, restringe la propia, y vete al carajo.
Zen es la idea, consorte del carrito azul. Zen.
Pero la
moderación no es la mejor de mis virtudes.
Ya no
respondí pues no había más que decir. Les di la espalda y salí del expendio, sin
darle otra oportunidad a ese calor, siempre inoportuno, a jugarme otra mala
pasada.
“Señor, ¿no
tiene otra cosa? Porque con esto no hago mucho…”, me dijo el hombre que había
limpiado los vidrios del auto, cuando le di un dólar. “No, mi amigo, lo siento,
no tengo otra cosa…”.
Le palmeé
el hombro, me subí al auto y me alejé de la gasolinera, dando tumbos en las
calles minadas de baches -la turbulencia, le llama mi papá-, bajo la mirada
curiosa de los choferes que, pacientemente, esperaban su turno para pagarle la
gasolina a Cacha, la cajera lista, en la ventanilla del expendio del
CUPET-CIMEX Lagueruela, en Diez de Octubre y Consuegra.
***
Mientras esperaba la hora de tomar el avión de regreso a Nueva York, tuve una placentera conversación de casi tres horas con mi hija y mi yerno, sentados en una cafetería de la Terminal 3 del aeropuerto José Martí. En el ínterin me comí dos sándwiches, bien tostados, y me tomé cuatro o cinco cafés dobles, cortados.
Tras dos horas y cuarenta y cinco minutos de vuelo, mi primera acción en el JFK, antes de pasar por la aduana -How is family?, And the old country? Welcome home...- fue un mensaje de texto a mi esposa, “Llegué”, y otro con un selfie de mi cara sonriente a mi hija menor.
La segunda, y con urgencia, fue ir al baño a orinar. Y como les decía, no voy a comentar lo obvio.
Mi esposa y mi hijo me recogieron fuera de la terminal 5 del aeropuerto. Abrazos, besos, preguntas y respuestas atropelladas. Sin poder evitarlo, miré de reojo el indicador de la gasolina. El símbolo que advierte que el nivel de combustible está peligrosamente bajo estaba encendido.
“Hay que echar gasolina…”, me dice mi esposa, al tanto de mi mirada.
“Qué jodienda…”, digo en tono angustiado.
“¿Qué pasó, por qué?”, me preguntó alarmada mi esposa.
“Nada, no pasa nada…”, y miro hacia afuera.
Mi hijo parlotea en el asiento trasero. Me reclino en el asiento, bajo el vidrio de la ventanilla, y respiro el aire frío, fresco. “Es Nueva York, hay ocho grados centígrados…”, digo sin dirigirme a nadie en particular.
“Anjá…”, responde mi esposa, mirándome de soslayo, entre burlona e intrigada.
El aire es transparente. La silueta de Manhattan, a varios kilómetros de distancia, se perfila hermosa contra las nubes rojizas de algun chubasco lejano.
A mi esposa le tomó unos tres minutos llenar el tanque de combustible en una gasolinera cualquiera, cuyo nombre nunca sabré.
De nuevo en modo Zen, estoy en casa.
Mi tía, QEPD. comunista convencida, me pregunta un día, acabadito the aterrizar: ¿venacá, y tú no llora cuando vej Labana?" "No tía, yo lloro cuando veo Toronto!"
ResponderEliminarGenial tu crónica. Bienvenido al Zen.
Saludos
Napo
Asi es. Nada por lo que llorar. Saludos
EliminarBuenos días Sr. Alec. Recién descubro su blog (a través de Cibercuba) y me gusta mucho, lejos de asombrarme por todo lo que aquí escribes (porque bien sé que asi mismo le pasó) me tengo que reir no puedo evitarlo, lo siento jajaja. Y es que aquello es único, absurdo, inconsebible pero que le vamos a hacer a un clavel que se deshoja como dice el refrán.
ResponderEliminarSiga así que por acá le seguiré leyendo.
Saludos,
Vivien
Gracias por leer. Nos vemos !
Eliminar