La Habana, 230C
Esta es una historia verdadera.
Es fiel a
los hechos, e hilvanada con absurdos de los que los emigrantes cubanos cuentan
con gozo y alivio. Anécdota recurrente, que se repite una y otra vez, riendo a
carcajadas, allá lejos y a salvo. Pero yo no lo estoy, ni lejos ni a salvo
pues, caramba, porque heme aquí otra vez, como si fuera hace treinta años o
siempre.
Le cuento.
Para
ponerle gasolina al carro, Usted, como en cualquier otro lugar el planeta, lo
estaciona junto a la bomba dispensadora. Hasta ahí llegan todas las
similitudes.
Usted vaya a la ventanilla aquella allá y le dice a la persona qué es lo que quiere, me instruye en el procedimiento ahora un señor que está a cargo de la manguera de aire en la gasolinera y que, en caso de necesidad, a cambio de unas monedas le pone aire a los neumáticos de los autos que se detienen allí.
Un buen
trabajo, dadas las circunstancias. Yo no necesito aire (en realidad necesito
respirar) sino gasolina, especial, así que me voy a la ventanilla, que está
cerrada. Pero hay una puerta. La abro y entro al reducido local tras la
ventanilla. Buenos días, saludo.
No es una persona sino tres las que hay en el pequeño expendio: un joven negro, gordo, que viste un pulóver con el logotipo de CIMEX, creo, y que ni siquiera mira en mi dirección cuando saludo; un joven blanco y barbado que pasaría por hipster en Nueva York, que tampoco responde mi saludo, me da la espalda y continúa en silencio acomodando algo en un estante; una muchacha trigueña, la cara lívida de sueño, desmaquillada, el cabello desarreglado, que al menos me mira cuando pregunto qué hay que hacer para ponerle gasolina al auto.
No es una persona sino tres las que hay en el pequeño expendio: un joven negro, gordo, que viste un pulóver con el logotipo de CIMEX, creo, y que ni siquiera mira en mi dirección cuando saludo; un joven blanco y barbado que pasaría por hipster en Nueva York, que tampoco responde mi saludo, me da la espalda y continúa en silencio acomodando algo en un estante; una muchacha trigueña, la cara lívida de sueño, desmaquillada, el cabello desarreglado, que al menos me mira cuando pregunto qué hay que hacer para ponerle gasolina al auto.
Miro por la
ventana y cuento ocho autos que esperan para poner gasolina. La muchacha, que
resultó más tarde ser la cajera -y hasta su nombre supe, como se verá-, regresa
al manoseo de unos papeles y, mientras mueve de un lado a otro unos frascos
plásticos llenos con algún líquido que puede ser aceite de motor o concentrados
para refrescos, me dice que tengo que esperar al cambio de turno.
Cambio de
turno.
Coppelia,
en el cambio de turno de las seis de la tarde. La cola de tres horas para
tomarse, devorarse, seis o siete bolas de helado. La pizzería, cambio de turno.
Cafeterías, funerarias, hospitales, la ciudad en cambio de turno. El cambio de
turno, paralizante, que nadie logró jamás evitar.
Y La
Habana, por lo que se aprecia, se sigue despertando a los cambios de turno. Y
al humo.
Esta era la
tercera gasolinera que había visitado esa mañana. Las otras dos estaban cerradas
por falta de gasolina, o por reparaciones, o simplemente cerradas. Estoy a una
cuadra de Acosta y 10 de Octubre, casi mi barrio, y la mañana hiede a
combustible azufrado.
Dejo a los tres empleados en su silencioso cambio de turno y salgo del expendio. Me recuesto a la pared, pintada en un verde -o azul- desvaído, veteada por el hollín grasoso -me voy a cagar todo el pulóver, pienso, pero de alguna manera no me importa- y me dispongo a escribir esta nota en mi teléfono.
Dejo a los tres empleados en su silencioso cambio de turno y salgo del expendio. Me recuesto a la pared, pintada en un verde -o azul- desvaído, veteada por el hollín grasoso -me voy a cagar todo el pulóver, pienso, pero de alguna manera no me importa- y me dispongo a escribir esta nota en mi teléfono.
En la acera
de enfrente, la de Lawton, el sol por fin asoma por encima de las casas que
hasta ahora lo tapaban, y me abofetea. El aire, delatado por la luz terrible,
se torna opaco. La temperatura sube como si algún sádico hijo de puta hubiera
encendido la calefacción.
Diez minutos más tarde hay quince autos esperando en la diminuta gasolinera. La cara me arde. Los choferes muestran paciencia; conocedores de lo que está sucediendo, nada los espanta. El estoicismo -mansedumbre- de los que bregan con la habitual disfuncionalidad cubana merece un análisis y comentario que no me atrevo ni deseo escribir porque me recuerda a mí mismo.
Diez minutos más tarde hay quince autos esperando en la diminuta gasolinera. La cara me arde. Los choferes muestran paciencia; conocedores de lo que está sucediendo, nada los espanta. El estoicismo -mansedumbre- de los que bregan con la habitual disfuncionalidad cubana merece un análisis y comentario que no me atrevo ni deseo escribir porque me recuerda a mí mismo.
Hay una
inmovilidad agobiante en la gasolinera.
A pesar de haberme hecho aquel propósito, mientras me tomaba aquel capuchino super caro e hipercargado de café en el JFK, de tomarme las cosas con calma, se me va agotando la cuota de tolerancia de esta mañana y decido irme a probar suerte a otra gasolinera.
A pesar de haberme hecho aquel propósito, mientras me tomaba aquel capuchino super caro e hipercargado de café en el JFK, de tomarme las cosas con calma, se me va agotando la cuota de tolerancia de esta mañana y decido irme a probar suerte a otra gasolinera.
Al cabo
tengo tiempo, consideré: dejé a mi padre en el policlínico de Santos Suárez
-tiene el nombre de algún muerto, el policlínico, pero no lo recuerdo. Mi
memoria ya no es la que era. Y esto es por lo menos dos horas, me dijo mi padre.
La espera, no la pérdida de mis memorias que me temo es definitiva.
Atravieso
La Víbora. Paso por otro par de gasolineras, Mayía Rodríguez y Santa Catalina,
Santa Catalina y Vento. Cerradas, sin combustible. Ya comencé a entender el
mensaje de los conos naranjas colocados en los accesos a las bombas de
gasolina: no pierdas el tiempo en detenerte, no hay nada para ti aquí.
Decido
entonces ir directo a la gasolinera que está en Santa Catalina y Avenida
Boyeros. Es céntrica. Es razonablemente espaciosa. Allí, me digo, debe haber
gasolina. Especial. Para no quedarme botao.
Sin perder
más tiempo, allá voy.
La Habana tiene color y olor.
El aire es azul; no el azul de la locura de los Zafiros, ni el aqua de Santa María al amanecer, cuando aún no llega la turba. Es otro azul, químico, azul espeso, letal, tóxico, fétido, azul carbonilla, azufre azul, gas para suicidas. Es humo, lo azul que embarra el aire de La Habana.
El aire tóxico se renueva cada mañana.
El del día
anterior es la nube oscura, el cordón negruzco que bordea La Habana por todo el
litoral norte en las mañanas, y que alcanzo a atisbar desde la azotea de casa
de mi padre. Se extiende desde más allá del túnel de la Bahía hacia el oeste,
quizás hasta el Mariel: es la inversión térmica, el aire contaminado, aliento
de bestia, que lentamente se arrastra durante la noche desde la ciudad hasta el
mar.
En el hedor de La Habana predomina el vaho azufrado del residuo de la quema ineficiente de gasóleo y diesel. Su intensidad varía, dejando entonces lugar al tufo sofocante del alcantarillado y al miasma dulzón de la basura fermentada.
En el hedor de La Habana predomina el vaho azufrado del residuo de la quema ineficiente de gasóleo y diesel. Su intensidad varía, dejando entonces lugar al tufo sofocante del alcantarillado y al miasma dulzón de la basura fermentada.
Mi hija y su esposo me escuchan atentos cuando les explico mis experiencias sensoriales. Inmunes como todos los habaneros a la pestilencia que los envuelve, guardan silencio, asombrados y corteses.
Viajábamos esa mañana hacia el oeste, nostálgicos y hambrientos.
Vamos a un
restaurante campestre que está a la entrada de la carretera que lleva desde la Autopista
Nacional hasta Soroa, y cuyo nombre he olvidado. Allá había estado varias veces,
en visitas anteriores, con mis padres, con mis hijas niñas, pero sobre todo con
mi madre, que gustaba del lugar, fascinada por el rural y rústico ambiente y la
buena comida. Mi madre nunca dejó de ser una guajira habanera.
La primera
vez que allí almorzamos, al regreso de una visita a la familia en Pinar del
Río, nos sirvieron una fuente de yuca, abundante, crema sedosa, como debe
comerse la yuca, con manteca de puerco, empellas, cebollas, ajo y naranja
agria. Tanto la alabó la vieja que el dueño del lugar, guajiro restaurantero, emprendedor,
y amable, le regaló un saco de yute a medio llenar con yuca recién
desenterrada, olorosa a tierra húmeda. Es de allá, allá la sembramos, le dijo,
señalando hacia algún lugar tras la carretera que bordea el restaurante.
Han pasado
quince años.
Fue la
nostalgia, mi nostalgia, la que nos llevó de regreso al restaurante.
El lugar ha resistido el embate del tiempo y nada parecía haber cambiado. El olor es el mismo, aroma herbal de boñiga de caballo, dulce humo de leña, el umami de la tierra mojada y fértil. Hay varios perros. Satos, esbeltos, mestizos, verdugos, parientes lejanísimos y lejanos de las mascotas bitongas del primer mundo. Se acercan, expertos, por un trozo de comida, pero no acosan. Todo parece estar igual. Pero pronto sabría que no lo estaba.
El lugar ha resistido el embate del tiempo y nada parecía haber cambiado. El olor es el mismo, aroma herbal de boñiga de caballo, dulce humo de leña, el umami de la tierra mojada y fértil. Hay varios perros. Satos, esbeltos, mestizos, verdugos, parientes lejanísimos y lejanos de las mascotas bitongas del primer mundo. Se acercan, expertos, por un trozo de comida, pero no acosan. Todo parece estar igual. Pero pronto sabría que no lo estaba.
El menú es
breve y no necesita estar escrito. Es la fórmula que le trajo el éxito a este negocio,
platos básicos, apenas media docena, bien hechos: cerdo frito, chuleta de
cerdo, pollo frito, lomo ahumado. Esta vez, también bistec de res, a secas,
bastardo y enigmático. Dos de mis invitados se decantan de inmediato por este
último manjar. Años que no lo pruebo, me dice uno de ellos.
Sé bien que
la carne de res de por acá tiende a ser dura, correosa, con cordones de grasa
sólida, de consistencia plástica. Pero no me atrevo a sugerirles otro plato
para evitar malentendidos. Tras breve espera nos traen el almuerzo. Las
porciones son más pequeñas que antes. Las de las carnes, y las guarniciones. El
arroz congrí viene en platitos para postre. La yuca ya no es una fuente
generosa sino unos cuadritos, apenas aderezados, servidos en otro plato
diminuto.
Para colmo,
ya no hay maestría guajira en la hechura. Pido un mojo para regar la carne
frita que he pedido -dura, mal cocida- y tengo que explicarle a la mesera qué
es ese mojo que le solicito. Cuándo se ha visto que pinareños coman sin un mojo
de manteca de cerdo con ajo y naranja agria en la mesa, me asombro.
Mis
invitados mastican su bistec de res con visible esfuerzo. “Está muy duro…”,
dicen al fin. En algún momento se sacan de la boca un amasijo intragable y se
lo lanzan a los perros que, sabios, se habían sentado a esperar a unos metros
de distancia.
Mi hija corta
su chuleta de cerdo. Huele a podrido. Esta carne huele a podrido, le digo a la
mesera que acudió presurosa a mi llamado. Elevo el plato y lo acerco a la cara
de la muchacha. Lo huele y da un discreto respingo. Sin decir palabra se lo
lleva a la cocina. Regresa tras unos instantes, nos ofrece una amable disculpa.
Le puedo traer pollo, si la muchacha (mi hija) gusta.
Pero la
magia del regreso, sobre el que Joaquín Sabina alerta -nunca regreses a donde
fuiste feliz-, estaba hecha añicos, mi hija asqueada, yo decepcionado.
Descontaron la chuleta de la cuenta, ya moderada de por sí, lo cual fue la única buena noticia. Los bistecs de res no, que duro no es lo mismo que putrefacto. Nos marchamos del lugar con la certeza de que solo regresaremos a los recuerdos de tiempos mejores y ya nunca a este restaurante campestre, que está a la orilla de la autopista Nacional, en la entrada a Soroa, y cuyo nombre he olvidado.
Descontaron la chuleta de la cuenta, ya moderada de por sí, lo cual fue la única buena noticia. Los bistecs de res no, que duro no es lo mismo que putrefacto. Nos marchamos del lugar con la certeza de que solo regresaremos a los recuerdos de tiempos mejores y ya nunca a este restaurante campestre, que está a la orilla de la autopista Nacional, en la entrada a Soroa, y cuyo nombre he olvidado.
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