martes, 5 de diciembre de 2017

Instrucciones para echar gasolina en La Habana a las siete de la mañana. Dos cuartos de tanque

La Habana, 230C

Esta es una historia verdadera.

Es fiel a los hechos, e hilvanada con absurdos de los que los emigrantes cubanos cuentan con gozo y alivio. Anécdota recurrente, que se repite una y otra vez, riendo a carcajadas, allá lejos y a salvo. Pero yo no lo estoy, ni lejos ni a salvo pues, caramba, porque heme aquí otra vez, como si fuera hace treinta años o siempre.

Le cuento.

Para ponerle gasolina al carro, Usted, como en cualquier otro lugar el planeta, lo estaciona junto a la bomba dispensadora. Hasta ahí llegan todas las similitudes.

La bomba de gasolina especial, porque si echas otra te vas a quedar botao, me había dicho el empleado de la agencia de autos en el aeropuerto, entre sorbos de agua helada que tomaba de una botella plástica de dos litros, y un par de eructos, apenas sofocados, que hacen que se estremezca su panza prominente bajo la ajustada camisa.

Usted vaya a la ventanilla aquella allá y le dice a la persona qué es lo que quiere, me instruye en el procedimiento ahora un señor que está a cargo de la manguera de aire en la gasolinera y que, en caso de necesidad, a cambio de unas monedas le pone aire a los neumáticos de los autos que se detienen allí.

Un buen trabajo, dadas las circunstancias. Yo no necesito aire (en realidad necesito respirar) sino gasolina, especial, así que me voy a la ventanilla, que está cerrada. Pero hay una puerta. La abro y entro al reducido local tras la ventanilla. Buenos días, saludo.

No es una persona sino tres las que hay en el pequeño expendio: un joven negro, gordo, que viste un pulóver con el logotipo de CIMEX, creo, y que ni siquiera mira en mi dirección cuando saludo; un joven blanco y barbado que pasaría por hipster en Nueva York, que tampoco responde mi saludo, me da la espalda y continúa en silencio acomodando algo en un estante; una muchacha trigueña, la cara lívida de sueño, desmaquillada, el cabello desarreglado, que al menos me mira cuando pregunto qué hay que hacer para ponerle gasolina al auto.

Miro por la ventana y cuento ocho autos que esperan para poner gasolina. La muchacha, que resultó más tarde ser la cajera -y hasta su nombre supe, como se verá-, regresa al manoseo de unos papeles y, mientras mueve de un lado a otro unos frascos plásticos llenos con algún líquido que puede ser aceite de motor o concentrados para refrescos, me dice que tengo que esperar al cambio de turno.

Cambio de turno.

Coppelia, en el cambio de turno de las seis de la tarde. La cola de tres horas para tomarse, devorarse, seis o siete bolas de helado. La pizzería, cambio de turno. Cafeterías, funerarias, hospitales, la ciudad en cambio de turno. El cambio de turno, paralizante, que nadie logró jamás evitar.

Y La Habana, por lo que se aprecia, se sigue despertando a los cambios de turno. Y al humo.

Esta era la tercera gasolinera que había visitado esa mañana. Las otras dos estaban cerradas por falta de gasolina, o por reparaciones, o simplemente cerradas. Estoy a una cuadra de Acosta y 10 de Octubre, casi mi barrio, y la mañana hiede a combustible azufrado.

Dejo a los tres empleados en su silencioso cambio de turno y salgo del expendio. Me recuesto a la pared, pintada en un verde -o azul- desvaído, veteada por el hollín grasoso -me voy a cagar todo el pulóver, pienso, pero de alguna manera no me importa- y me dispongo a escribir esta nota en mi teléfono.

En la acera de enfrente, la de Lawton, el sol por fin asoma por encima de las casas que hasta ahora lo tapaban, y me abofetea. El aire, delatado por la luz terrible, se torna opaco. La temperatura sube como si algún sádico hijo de puta hubiera encendido la calefacción.

Diez minutos más tarde hay quince autos esperando en la diminuta gasolinera. La cara me arde. Los choferes muestran paciencia; conocedores de lo que está sucediendo, nada los espanta. El estoicismo -mansedumbre- de los que bregan con la habitual disfuncionalidad cubana merece un análisis y comentario que no me atrevo ni deseo escribir porque me recuerda a mí mismo.

Hay una inmovilidad agobiante en la gasolinera.

A pesar de haberme hecho aquel propósito, mientras me tomaba aquel capuchino super caro e hipercargado de café en el JFK, de tomarme las cosas con calma, se me va agotando la cuota de tolerancia de esta mañana y decido irme a probar suerte a otra gasolinera.

Al cabo tengo tiempo, consideré: dejé a mi padre en el policlínico de Santos Suárez -tiene el nombre de algún muerto, el policlínico, pero no lo recuerdo. Mi memoria ya no es la que era. Y esto es por lo menos dos horas, me dijo mi padre. La espera, no la pérdida de mis memorias que me temo es definitiva.

Atravieso La Víbora. Paso por otro par de gasolineras, Mayía Rodríguez y Santa Catalina, Santa Catalina y Vento. Cerradas, sin combustible. Ya comencé a entender el mensaje de los conos naranjas colocados en los accesos a las bombas de gasolina: no pierdas el tiempo en detenerte, no hay nada para ti aquí.

Decido entonces ir directo a la gasolinera que está en Santa Catalina y Avenida Boyeros. Es céntrica. Es razonablemente espaciosa. Allí, me digo, debe haber gasolina. Especial. Para no quedarme botao.

Sin perder más tiempo, allá voy.

La Habana, 250C

La Habana tiene color y olor.

El aire es azul; no el azul de la locura de los Zafiros, ni el aqua de Santa María al amanecer, cuando aún no llega la turba. Es otro azul, químico, azul espeso, letal, tóxico, fétido, azul carbonilla, azufre azul, gas para suicidas. Es humo, lo azul que embarra el aire de La Habana.

El aire tóxico se renueva cada mañana.

El del día anterior es la nube oscura, el cordón negruzco que bordea La Habana por todo el litoral norte en las mañanas, y que alcanzo a atisbar desde la azotea de casa de mi padre. Se extiende desde más allá del túnel de la Bahía hacia el oeste, quizás hasta el Mariel: es la inversión térmica, el aire contaminado, aliento de bestia, que lentamente se arrastra durante la noche desde la ciudad hasta el mar.

En el hedor de La Habana predomina el vaho azufrado del residuo de la quema ineficiente de gasóleo y diesel. Su intensidad varía, dejando entonces lugar al tufo sofocante del alcantarillado y al miasma dulzón de la basura fermentada.

Mi hija y su esposo me escuchan atentos cuando les explico mis experiencias sensoriales. Inmunes como todos los habaneros a la pestilencia que los envuelve, guardan silencio, asombrados y corteses.

Viajábamos esa mañana hacia el oeste, nostálgicos y hambrientos.

Vamos a un restaurante campestre que está a la entrada de la carretera que lleva desde la Autopista Nacional hasta Soroa, y cuyo nombre he olvidado. Allá había estado varias veces, en visitas anteriores, con mis padres, con mis hijas niñas, pero sobre todo con mi madre, que gustaba del lugar, fascinada por el rural y rústico ambiente y la buena comida. Mi madre nunca dejó de ser una guajira habanera.

La primera vez que allí almorzamos, al regreso de una visita a la familia en Pinar del Río, nos sirvieron una fuente de yuca, abundante, crema sedosa, como debe comerse la yuca, con manteca de puerco, empellas, cebollas, ajo y naranja agria. Tanto la alabó la vieja que el dueño del lugar, guajiro restaurantero, emprendedor, y amable, le regaló un saco de yute a medio llenar con yuca recién desenterrada, olorosa a tierra húmeda. Es de allá, allá la sembramos, le dijo, señalando hacia algún lugar tras la carretera que bordea el restaurante.

Han pasado quince años.

Fue la nostalgia, mi nostalgia, la que nos llevó de regreso al restaurante.

El lugar ha resistido el embate del tiempo y nada parecía haber cambiado. El olor es el mismo, aroma herbal de boñiga de caballo, dulce humo de leña, el umami de la tierra mojada y fértil. Hay varios perros. Satos, esbeltos, mestizos, verdugos, parientes lejanísimos y lejanos de las mascotas bitongas del primer mundo. Se acercan, expertos, por un trozo de comida, pero no acosan. Todo parece estar igual. Pero pronto sabría que no lo estaba.

El menú es breve y no necesita estar escrito. Es la fórmula que le trajo el éxito a este negocio, platos básicos, apenas media docena, bien hechos: cerdo frito, chuleta de cerdo, pollo frito, lomo ahumado. Esta vez, también bistec de res, a secas, bastardo y enigmático. Dos de mis invitados se decantan de inmediato por este último manjar. Años que no lo pruebo, me dice uno de ellos. 

Sé bien que la carne de res de por acá tiende a ser dura, correosa, con cordones de grasa sólida, de consistencia plástica. Pero no me atrevo a sugerirles otro plato para evitar malentendidos. Tras breve espera nos traen el almuerzo. Las porciones son más pequeñas que antes. Las de las carnes, y las guarniciones. El arroz congrí viene en platitos para postre. La yuca ya no es una fuente generosa sino unos cuadritos, apenas aderezados, servidos en otro plato diminuto.

Para colmo, ya no hay maestría guajira en la hechura. Pido un mojo para regar la carne frita que he pedido -dura, mal cocida- y tengo que explicarle a la mesera qué es ese mojo que le solicito. Cuándo se ha visto que pinareños coman sin un mojo de manteca de cerdo con ajo y naranja agria en la mesa, me asombro.

Mis invitados mastican su bistec de res con visible esfuerzo. “Está muy duro…”, dicen al fin. En algún momento se sacan de la boca un amasijo intragable y se lo lanzan a los perros que, sabios, se habían sentado a esperar a unos metros de distancia.

Mi hija corta su chuleta de cerdo. Huele a podrido. Esta carne huele a podrido, le digo a la mesera que acudió presurosa a mi llamado. Elevo el plato y lo acerco a la cara de la muchacha. Lo huele y da un discreto respingo. Sin decir palabra se lo lleva a la cocina. Regresa tras unos instantes, nos ofrece una amable disculpa. Le puedo traer pollo, si la muchacha (mi hija) gusta.


Pero la magia del regreso, sobre el que Joaquín Sabina alerta -nunca regreses a donde fuiste feliz-, estaba hecha añicos, mi hija asqueada, yo decepcionado.

Descontaron la chuleta de la cuenta, ya moderada de por sí, lo cual fue la única buena noticia. Los bistecs de res no, que duro no es lo mismo que putrefacto. Nos marchamos del lugar con la certeza de que solo regresaremos a los recuerdos de tiempos mejores y ya nunca a este restaurante campestre, que está a la orilla de la autopista Nacional, en la entrada a Soroa, y cuyo nombre he olvidado.

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