“Aeroporto Marco Polo”,
reza un cartel metálico en forma de flecha, azul con letras
blancas, con manchas de óxido, clavado en el centro de una pequeña
rotonda invadida por la mala hierba.
No es lo que uno espera en
Italia la Luminosa, mucho menos en Venecia, La Serenissima, icono del
turismo y el refinamiento del deterioro.
O quizás precisamente por eso.
Tal vez se cansaron los
venecianos de las hordas que los visitan, y decidieron no cuidar más
los jardines del deslucido aeropuerto. ¿Para qué jardines ni flores ni carteles impecables ni cesped recortado con primor italiano?, quizás se pregunten al ver
tanto asiático mirando nada y tomándose selfies con cosas
cotidianas en el fondo.
“Se parece a la desidia
de La Habana...”, comento por lo bajo, que no quiero hacer sentir
mal a L., que es nuestra amiga y anfitriona, pero por suerte está
concentrada en el manejo y no me escucha.
Salimos pronto a la autopista,
autostrada se dice aquí, navegando hacia el norte entre ágiles
autitos y enormes camiones con registros de Eslovenia, Croacia y
Eslovaquia. Europa, globalizada, abraza a su Este, ahora ya en paz, y
libre de comunismos.
***
La luz es suave.
No sirve para aguacates, dice nuestra
amiga mientras corta rúcula
en su huerto, pero es buena para
la uva, añade señalando los viñedos todavía sin hojas.
La rúcula fresca, con aceite
de oliva, jugo de limón, y prosciutto, en una rebanada de pan
crujiente.
Sigue una lasagna clásica, de
ragú. No es como las lasañas que he comido antes. Mucho menos como
los bloques de pasta, untada con una salsa mezquina, que se comen mis
colegas en sus almuerzos de Nueva York.
Es excelente.
“Zanahoria, cebolla,
apio, pasta de tomate -hecha por mí, a la siciliana, aglio e
basilico solamente”, explica, “E pomodoro dolce...”, y
presiento que se reserva algun secreto. Cosas que entienden los
cocineros. “Pero...”, dice al fin, “para ese sabor, le pones a
la carne un culo de prosciutto... el final del jamón”, explica en
su florido español.
“Y al queso le pones
Fontina”, y ahora ya siento que le queda muy poco por revelar de
este primer plato, al que siguen unas delgadísimas rebanadas de
carne, de sabor fuerte.
Y pan.
Y prosseco
***
James Joyce, que
vivió la mayoría de su vida adulta en Europa continental, escribió:
"For myself, I always write about
Dublin, because if I can get to the heart of Dublin I can get to the
heart of all the cities of the world. In the particular is contained
the universal."
Recordé, a mala hora, a los
que dicen que, si no es en su casa, no pueden escribir. Porque se
inhiben, dicen, como Milanés, terrafirmefóbico.
Dice él.
***
Los campanarios.
Solitarios, hermosos, separados
del templo, custodios de la fé, atalayas, ojo avizor.
El minimalismo italiano es un
calmante.
No hay estridencias, la
cantidad de detalles es la justa. Los pueblos se suceden, limpios, de
terciopelo, unidos por carreteras también mínimas, como hechas a la
medida de los autos que veo. O viceversa.
Ventanas, contraventanas,
balcones. Restaurantes, cafés, mesas, expresso. La gasolina a más
de cinco dólares el galón. Joder. De vez en cuando el nombre en
inglés de algun negocio o lugar desentona, de la misma manera que
acá, cerca de la casa, un restaurante se llama Café Formaggio.
Le cuento a L., y hace un gesto
de asco.
***
El agua del Adriático de
Trieste es transparente. No hay olas. “Es como un lago”, me dice
mi anfitrión.
Es un lago, me digo, que no
parece estar en el mismo planeta que el océano oscuro del primigenio
Atlántico Norte que nos acecha a dos cuadras de mi casa.
***
Un amigo, que en paz descanse,
tenía el “Ulyses” de James Joyce como libro de cabecera. “Leer
esa mierda una vez basta. Y tú la relees...”.
Cuando mi amigo reía parecía
un anciano pícaro de veinte años de edad.
Los labios le cubrían los
dientes, como si estuviera desdentado. Los ojos se le perdían en las
patas-de-gallina que les crecían en las comisuras, y las pupilas le
brillaban con las luces de la locura que, ni él, ni yo, ni nadie,
imaginaba que cuatro años después lo llevaría de la mano al
suicidio.
“Es que tú no entiendes a
Ulyses...”, me decía, “¿Ya leiste a Updike? Al menos lee eso y
no jodas más...”, y se reía con el resuello de los asmáticos.
Cuando mi esposa y yo nos
tropezamos, casi literalmente, con una estatua de bronce de tamaño
natural de Joyce, justo a la entrada de un puente que cruza el Gran
Canal de Trieste, casi le tiro el brazo por encima de los hombros al
fantasma de mi amigo, el loco genial. “Dale, háblale, que aunque
no sepas una palabra de inglés ustedes se entienden”, le susurré.
Y le tome una foto a la
estatua, pues uno nunca sabe cuando un muerto querido está
escuchando.
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