martes, 18 de abril de 2017

Uno

Aeroporto Marco Polo”, reza un cartel metálico en forma de flecha, azul con letras blancas, con manchas de óxido, clavado en el centro de una pequeña rotonda invadida por la mala hierba.

No es lo que uno espera en Italia la Luminosa, mucho menos en Venecia, La Serenissima, icono del turismo y el refinamiento del deterioro.

O quizás precisamente por eso.

Tal vez se cansaron los venecianos de las hordas que los visitan, y decidieron no cuidar más los jardines del deslucido aeropuerto. ¿Para qué jardines ni flores ni carteles impecables ni cesped recortado con primor italiano?, quizás se pregunten al ver tanto asiático mirando nada y tomándose selfies con cosas cotidianas en el fondo.

Se parece a la desidia de La Habana...”, comento por lo bajo, que no quiero hacer sentir mal a L., que es nuestra amiga y anfitriona, pero por suerte está concentrada en el manejo y no me escucha.

Salimos pronto a la autopista, autostrada se dice aquí, navegando hacia el norte entre ágiles autitos y enormes camiones con registros de Eslovenia, Croacia y Eslovaquia. Europa, globalizada, abraza a su Este, ahora ya en paz, y libre de comunismos.

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La luz es suave.

No sirve para aguacates, dice nuestra amiga mientras corta rúcula en su huerto, pero es buena para la uva, añade señalando los viñedos todavía sin hojas.

La rúcula fresca, con aceite de oliva, jugo de limón, y prosciutto, en una rebanada de pan crujiente.

Sigue una lasagna clásica, de ragú. No es como las lasañas que he comido antes. Mucho menos como los bloques de pasta, untada con una salsa mezquina, que se comen mis colegas en sus almuerzos de Nueva York.

Es excelente.

Zanahoria, cebolla, apio, pasta de tomate -hecha por mí, a la siciliana, aglio e basilico solamente”, explica, “E pomodoro dolce...”, y presiento que se reserva algun secreto. Cosas que entienden los cocineros. “Pero...”, dice al fin, “para ese sabor, le pones a la carne un culo de prosciutto... el final del jamón”, explica en su florido español.

Y al queso le pones Fontina”, y ahora ya siento que le queda muy poco por revelar de este primer plato, al que siguen unas delgadísimas rebanadas de carne, de sabor fuerte.

Y pan.

Y prosseco

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James Joyce, que vivió la mayoría de su vida adulta en Europa continental, escribió:

"For myself, I always write about Dublin, because if I can get to the heart of Dublin I can get to the heart of all the cities of the world. In the particular is contained the universal."

Recordé, a mala hora, a los que dicen que, si no es en su casa, no pueden escribir. Porque se inhiben, dicen, como Milanés, terrafirmefóbico.

Dice él.

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Los campanarios.

Solitarios, hermosos, separados del templo, custodios de la fé, atalayas, ojo avizor.

El minimalismo italiano es un calmante.

No hay estridencias, la cantidad de detalles es la justa. Los pueblos se suceden, limpios, de terciopelo, unidos por carreteras también mínimas, como hechas a la medida de los autos que veo. O viceversa.

Ventanas, contraventanas, balcones. Restaurantes, cafés, mesas, expresso. La gasolina a más de cinco dólares el galón. Joder. De vez en cuando el nombre en inglés de algun negocio o lugar desentona, de la misma manera que acá, cerca de la casa, un restaurante se llama Café Formaggio.

Le cuento a L., y hace un gesto de asco.

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El agua del Adriático de Trieste es transparente. No hay olas. “Es como un lago”, me dice mi anfitrión.

Es un lago, me digo, que no parece estar en el mismo planeta que el océano oscuro del primigenio Atlántico Norte que nos acecha a dos cuadras de mi casa.

***

Un amigo, que en paz descanse, tenía el “Ulyses” de James Joyce como libro de cabecera. “Leer esa mierda una vez basta. Y tú la relees...”.

Cuando mi amigo reía parecía un anciano pícaro de veinte años de edad.

Los labios le cubrían los dientes, como si estuviera desdentado. Los ojos se le perdían en las patas-de-gallina que les crecían en las comisuras, y las pupilas le brillaban con las luces de la locura que, ni él, ni yo, ni nadie, imaginaba que cuatro años después lo llevaría de la mano al suicidio.

“Es que tú no entiendes a Ulyses...”, me decía, “¿Ya leiste a Updike? Al menos lee eso y no jodas más...”, y se reía con el resuello de los asmáticos.

Cuando mi esposa y yo nos tropezamos, casi literalmente, con una estatua de bronce de tamaño natural de Joyce, justo a la entrada de un puente que cruza el Gran Canal de Trieste, casi le tiro el brazo por encima de los hombros al fantasma de mi amigo, el loco genial. “Dale, háblale, que aunque no sepas una palabra de inglés ustedes se entienden”, le susurré.

Y le tome una foto a la estatua, pues uno nunca sabe cuando un muerto querido está escuchando.

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