Ciudad próspera, rica,
capital de la región autónoma de Friuli-Venezia Giulia, fue, junto
a Viena, Budapest y Praga, de las cuatro ciudades más grandes del
Imperio Austro Húngaro.
Los eslavos, cuya
frontera está a escasos dos kilómetros, la llaman con una mínima
palabra que apenas necesita de sonido.
Como vlk (lobo), krk (cuello) o prst (dedo), Trieste es Trst.
Como vlk (lobo), krk (cuello) o prst (dedo), Trieste es Trst.
Ciudad frontera de
imperios, puerto de mar, Trieste reposa en una franja de tierra.
Slovenia a las espaldas; al frente, el Adriático, y a todos los
atardeceres del tiempo.
***
Joyce, adicto al whiskey, al
culo de su esposa y a la fragancia de sus pedos, tiene en
Trieste, además de estatua en el
Ponte Rosso, un museo, una
calle, y un puente.
O casi.
En realidad el puente es
una pasarela que se extiende sobre el Gran Canal de Trieste y que
debió llamarse oficialmente Passaggio Joyce.
Pero, puente menor ante la magnificiencia de los puentes Rosso y
Verde, ganó un nombre adicional.
Le llaman
Puente Corto.
Mi amigo, ciudadano adoptivo de
la ciudad -es nacido en Milán, de padres napolitanos- me cuenta la
historia y señala, a la entrada norte de la pasarela, el cartel
donde ambos nombres conviven.
Una tonadilla de
acordión, alegre, inconfundiblemente eslava,
entra por una bocacalle y me lleva a las
tabernas de mi juventud.
Son dos hombres, sentados
en unos escalones, los rostros acalorados por la
faena de la música y el
vino. Uno toca el acordeón, el otro bate palmas y
tararea la canción. En el suelo un maltrecho sombrero de paño
se abre, esperanzado.
Mi hijo deja caer un par de monedas
dentro. El acordionista le sonríe
con dientes manchados por el tabaco, lo saluda con una
inclinación de la cabeza, y retoma la melodía, casi
polka, casi čardáš.
***
La ciudad es dorada
***
Tres de las paredes de la
sala comedor del apartamento de mis amigos, decorado con muy buen
gusto contemporáneo, están cubiertas de libreros que llegan hasta
el techo.
Son dos lectores
voraces, y me siento doble o triplemente en casa.
Ella políglota,
de un humor chispeante. Él, observador,
inteligente, italianísimo gourmet que no gusta
de la paella.
¿Por qué?,
me asombro con discreción, non mi piace,
me responde, y yo no insisto. No me corresponde
defender a la paella. Pero un día le cocinaré un arroz a la
chorrera a este gourmet milanés-napolitano,
y retomaremos la conversación.
La sobremesa es larga e
interesante. Tanto como el almuerzo, que aun no describo.
Intercambiamos autores y
películas. Yo les doy al francés Michel Houellebecq y la macedonia
“Antes de la lluvia”, y ellos me cargan con escandinavos, más
franceses, y judíos, desconocidos para mí.
Les
describo un risotto que cocino y
me piace, con porcini, espárragos, ralladura de limón y
Grana Padano.
Mi amigo no se
ve particularmente impresionado -uno no
impresiona a un italiano con comida italiana hecha fuera de Italia-
pero me señala y le dice a su esposa, parece
napolitano, y yo uso una sonrisa de circunstancias pues no sé si es
halago o una de esas palabras que, a la usanza de
guajiro, comemierda o maricón, hay que ubicar en contexto para saber
si es escarnio o mote amistoso.
Que no hay pasión
por la bandera italiana, me explican además.
Fue símbolo del fascismo del Mussolini y la
gente no olvida, me dicen. La cuenta no me da, me digo,
pero me callo.
Italia, no hay que
olvidar, es un país jóven, un rompecabezas de regiones, dialectos,
aldeas y ciudades-estado, donde han convivido política convulsa,
mafia, y terrorismo, de izquierda y derecha a la vez.
Sin que me percate cómo,
entonces llega el tema Cuba.
Pero Cuba fue diferente a los de Europa
del Este, dice mi amigo en tono triunfal, pro-cubano,
pro- aquello. Mi esposa no
se percata y sigue explicando que aquello
fue y sigue siendo una mierda, y la esposa del amigo, que sí se
percata, extiende lentamente la pierna y toca la del
marido pro-cubano, en advertencia de la
que yo, a mi vez, me percato.
Y propongo irnos a caminar para airear
el tema y conocer algo de la ciudad.
Trieste, sépase, tiene calles,
más empinadas que las más empinadas de Santos Suarez, que bajamos
con alegría y donde dejamos el bofe en la subida. Pero esa historia,
la del paseo, ya la conté.
***
El almuerzo, cocinado por mi
amigo:
Para comenzar,
dicen mis anfitriones que la mozzarella, de
búfala y con frescura que no rebase las veinticuatro
horas.
Entonces, antipasti:
Mejillones, mozzarella, anchoas en
aceite, pesto de perejil, pasta de bacalao, ensalada
de papas y pulpo.
Y pan.
Primi:
Pasta con almejas al ajo y vino
blanco.
Y pan.
Secondi:
Pasta con botarga y perejil.
Y pan.
Dolci:
Gelatto de vainilla, hecho en
casa, con fresas naturales.
Vino:
Prosseco, omnipresente.
Hauner, Salina bianco, de las
Isole Eolie, islas al norte de Sicilia, vino de las laderas del
Stromboli y el Vulcano.
Y grappa.
Y pan.
Con botarga.
Y café expresso, de cápsula.
Y anoto que, después del arroz
a la chorrera, de la ensalada y el flan, les haré a mis amigos un
expresso con café Indonesia Sumatra, recién molido.
***
Lo último que vemos,
antes de tomar la autoestrada, es un magnífico castillo, el Castello
di Miramare que visitamos en la mañana,
construido para el Emperador Maximiliano I y su esposa Carlota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario