“¿Qué es eso?”, me pregunta mi
hijo que nunca ha visto una letrina.
Una letrina, le digo.
“Pero no hay dónde sentarse para
hacer caca...”
Y le explico.
No la parte que no entiendo,
o sea por qué no hay muebles de porcelana en estos cagaderos tristes
y en su lugar hay letrinas de acero inoxidable, a ras del
piso, sobre las que el necesitado debe agacharse, en precario
equilibrio, evitando las paredes salpicadas, haciendo malabares con
la ropa, heces, orina, colgaduras y la eventualidad (dos veces marca
tendencia) de que no haya papel sanitario.
Le explico entonces la teoría del
uso para que, en caso de emergencia -¡Fíjate, sólo en
emergencia!-, sepa cómo se usa una letrina contemporánea.
Uno nunca sabe cuándo va estar
desamparado y en apuros.
Terminamos entonces de orinar, en
colectivo, a distancia suficiente para evitar las gotitas que,
ágiles, rebotan sobre el metal, y nos vamos tomar al tren que nos
llevará a Venecia.
***
Nos toca un día
miserable.
Por alguna razón, relacionada
a las vacaciones de Semana Santa, hoy Venecia está muy concurrida.
Inundada, diría, sino fuera tan cliché. Definitivamente, invadida.
Para colmo es día de venduta
y, a cada paso, en la ruta de quienes desandan la Serenísima para
llegar por fin a la Plaza San Marcos, destino obligado, hay numerosos
kioskos con frutas y baratijas, haciendo más difícil la caminata.
En algunas esquinas hay unos
vendedores, con aires del Medio Oriente, o la India, que venden todos
el mismo juguete: una masa amorfa, que lanzan contra un cartón
colocado en el piso, y la masa, de colores brillantes, se extiende,
para después recogerse con lentitud orgánica.
Mi hijo insiste, y le compramos
una, y antes de que acabe el día ya habría reventado la cosa azul
que vende esa franquicia de señores mediorientales -¿un villareño
será medioriental?-, o de la India, y que deja los dedos de mi hijo
pegajosos. Debe ser silicona, digo esperanzado, y le prometo no
comprarle más mierdas en estas trampas para turistas con hijos
antojadizos, por mucho que me ruegue.
***
Y osada: se da el lujo de ponerle
nombres a pasajes de anchura apenas suficiente para que
camine una persona, y los llama calles.
Venecia, genialidad italiana, ha hecho
del escombro una atracción singular.
Magnífica, a pesar de bisutería,
grafitis, paredes deterioradas con muy buen
gusto, y de la turbamulta que, fluyendo de selfie en selfie, viene
desde Chitchen Itza, Praga y Times Square, y que va hacia Paris,
Florencia, la Estatua de la Libertad, o cualquiera que sea el próximo
lugar que se os ocurra visitar.
***
Uno mira la ciudad, y ella te devuelve
la mirada: colgando sobre canales opacos, verdosos, mil ventanas
vacías -Venecia está perdiendo los ángulos rectos a
fuerza de siglos asentándose en el fango de la laguna-, mil
ventanas que observan, indiferentes, la estampida que se ha
desatado tras la caída de los muros y la recién adquirida opulencia
de los chinos.
Venecia merece soledad.
***
“¿Qué tal Venecia?”, me pregunta
la señora que nos recibe.
Es alta, de pelo blanco, dientes
disparejos, grandes, prominentes, espejuelos elegantes, de marco
azul. Viste un jeans algo percudido, y delantal de jardinero. Del
bolsillo le asoman unas tijeras de podar.
Es su serenidad la que seduce.
Conversamos. Venecia, el viaje, claro, y Trump, y la bomba de
dieciseis millones de dólares que se dice mató a treinta y seis
mujaidines.
A 450,000 dólares el mujaidin, tax
included, y la señora enarca las cejas.
Horrible asunto ese de la ineficiencia
en la guerra moderna.
Y nos muestra su jardín.
Explica, sin alarde pero con
satisfacción de jardinera, el diseño del rosal, un laberinto
circular, que semeja un sol, donde ha sembrado trescientas plantas de
rosa búlgara, rojas serán cuando florezcan, antes de ser cosechadas
y su esencia extraída, envasada y vendida en una parte de la extensa
propiedad que han convertido en emporio y café.
El diminuto negocio
lo administra uno de los hermanos de la
contessa.
Que
son diez, los hermanos que comparten la propiedad, me
cuentan, los condes y condesas que heredaron este castello
-construido sobre las ruinas de un castrum romano- de sus
padres y estos a su vez de matrimonios y alianzas que se extienden
hasta más allá del siglo XV, cuando fue adquirido el castillo, por
entonces en manos de familias vasallas de los obispos que
controlaban la region, por los primeros condes de la dinastía.
Encontramos al hermano
de la señora, más alto aun, con aire ausente y sereno -la serenidad
parece la marca de familia-, en un pabellón de paredes
de piedra y techo de vigas, donde vende frascos con esencia de
rosas, pañuelos, y tijeras de podar en estuches de cuero repujado.
La luz de la tarde entra
por una puerta que conduce a un jardín
privado. Del otro lado, un pasillo, y más allá de dos
portones está el café, con apenas cinco
mesas y cuidada decoración, donde el amante marroquí del conte
nos sirve expresso y dulces sicilianos.
***
La Plaza San Marcos es enorme, pero no
cabe un alma. Que digo alma: ni siquiera hay espacio
para que se pose una paloma, esas que, por el estereotipo que fotos,
películas y documentales me han inculcado, asocio a este lugar.
Exquisitamente bordada
con ventanales, santos, leones y mascarones, mil detalles, la plaza
hoy está atestada hasta donde alcanza la vista.
La turbamulta entra y sale a borbotones
por callejuelas y muelles. El día está fresco, pero
se nota el agotamiento. Mi hijo se sienta en un quicio en la
losa, a un costado de la Iglesia de San Marcos.
Una mujer en uniforme se acerca y le conmina a levantarse.
¿Por qué?, le pregunta nuestra amiga
italiana, y nos asombramos con la noticia: si quiere sentarse debe ir
a un restaurante y consumir.
"Un cazzo, qué vergüenza!",
le espeta nuestra amiga a la mujer policía, que continúa su
periplo, imperturbada e imperturbable, instando a la aturdida
turbamulta a consumir o caminar.
"Esta gente necesita el dinero
desesperadamente; mucha pared hecha mierda necesitando
repello...", susurro y mi esposa me pellizca.
Uno de los lugares
que disfruta del proteccionismo de la agente
del orden nada-de-descanso-gratis está en una
esquina de la plaza, del lado de la columna que sostiene una estatua
de San Teodoro con un cocodrilo -o un dragón, quizás- sometido a
sus pies. Sobre la otra columna se yergue, hermoso, el león alado de
San Marcos, jaspeado por cagadas de gaviotas y palomas.
El café, o restaurante,
se extiende hacia la plaza, ocupando un área delimitada
con postes metálicos y cordones tejidos. Hay un par de decenas
de mesas de tersos manteles e impecable presentación, donde apenas
un puñado de personas disfruta de alguna bebida y del gentío.
Un cuarteto, apenas
acomodado entre dos columnas, del que alcanzo a ver el contrabajo,
toca jazz o algo parecido que siento que desentona. Chiacona para violin & continuo in C major, por Antonio Bertali, es el sonido de Italia la
luminosa -otro de mis estereotipos, junto con el de las palomas.
"Veinte y chinco euro por un café,
ah", comenta nuestra amiga. "Comemierdas", remata en
su cantarín español.
Regresamos a la estación de
trenes en una lancha que es una suerte de servicio de autobus
acuático.
Sobre todo si estuviera
vacía. La multitud envilece.
***
“Venecia es maravillosa”, le
respondo a la señora de espejuelos azules que, sentada
a mi lado en un banco rústico, al borde del rosal, me escucha
con atención.
“Demasiadas personas...”, me
responde, con una apenas sonrisa, mirando el silencio del
jardín.
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