Hablábamos de cubanos ilegales en los Estados Unidos y recordé a aquel cubano, balsero, que ya no supe si era ilegal, pero que me contó que nunca había logrado obtener la residencia.
Trabajaba como encargado de un edificio de apartamentos en el Bronx. “Fuman tanta mariguana que el humo sube por las escaleras. Me impregna la ropa y el pelo con el olor”, me dijo cuando nos conocimos.
En las noches ganaba dinero extra limpiando oficinas en Long Island, siempre acompañado de su esposa, una mujer sudamericana de pocas palabras, y el hijo, un niño de quizás diez o doce años -”No tenemos con quién dejarlo...”- algo subido de peso y rostro todavía angelical.
“No le gustó ir a Cuba porque lo espantó ver cómo mataban los pollos y el puerco...”, nos dijo el hombre mientras el niño nos miraba con la desconfianza que le provocábamos nosotros, cubanos, asesinos de animales de granja.
Un tiempo después nos volvimos a encontrar en el claustrofóbico pasillo de un mall. El hombre, cuyo nombre nunca retuve, seguía sonriendo con su jovialidad camagüeyana, el rostro de color amarillo malsano. “Tengo una bola en el hígado, a ver qué me dicen en el médico...”, explicó.
Pasados unos meses nos enteramos que había muerto de cáncer.
Murió, por cierto, sin la residencia.
No sé por qué razón nunca buscó asesoría, gratuita, que abunda, para que le ayudaran a explicarle a las autoridades por qué sus huellas dactilares no coincidían con las que le tomaron a la entrada a los Estados Unidos.
“Perdí este dedo pelando un coco”, me dijo aquella vez que nos conocimos, mostrando el muñón que quedaba de su pulgar izquierdo, “Y me viran los papeles pa´trás porque ahora les falta una huella...”, explicó, sonriendo con su gracejo guajiro, extraviado para siempre en Nueva York.
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