Insiste, a pesar de que el Comité de
Inteligencia del Senado dice no tener ninguna evidencia al respecto.
Insiste, a pesar de que tampoco hubo
evidencia de los tres millones de votantes ilegales.
Y así, nada menos que el presidente de
los Estados Unidos de América, cada vez que tiene un arranque de ira
porque la realidad no se corresponde con sus deseos, dice lo que
le viene a la mente, porque leyó algo en algún libelo de
ultraderecha, se lo escuchó a un alucinado radio host conservador o,
lo que no es peor sino igual de terrible, alguien se lo susurró al
oído.
Cada vez que lo hace, pone en marcha, de
manera tan irresponsable que da vergüenza, si no es que miedo, a la
poderosa maquinaria del poder legislativo y el Gobierno Federal, como
si ello fuera un juguete personal, para que traten otros de comprobar cada infundio y teoría de conspiración, mal usando tiempo, recursos y
pericia de legisladores y funcionarios.
Engaña con ello, manipula con sus vacías
acusaciones a sus seguidores a los que después, tras cada revés,
reune en anacrónicos mítines electorales para nutrirse de nuevo con
aplausos y vítores cual vedette venida a menos.
Inevitablemente, recuerda tanto a aquel
que usaba a su país y sus ciudadanos para caprichos y compulsiones,
grandilocuentes pesadillas de ineficencia, al cosechador en jefe de
fracasos; ambos, Trump y él, de esa sub-clase que lleva la marca lívida de
los dictadorzuelos intoxicados de poder.
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