La señora
llegó, cargando un cuadro de marco casi rococó,
y lo pusó en mis manos con un suspiro de alivio.
“Si lo quieren, es
suyo”, dijo arreglándose un bucle de la peluca, “Lo tenía
colgado en el pasillo de la casa, pero a mi esposo no le gusta...”
La imágen, bordada sobre
una tela Panamá, es un motivo simple, casi naive, quizás andaluz, o
gitano: un guitarrista flamenco, y una bailaora, con una
hiperestilizada hoguera a sus pies. No es algo que ni mi esposa ni yo
conservaríamos, mucho menos que colgaríamos en una pared de la sala. Y menos
con ese marco, que es una pesadilla.
Pero yo guardo silencio, y
le dejo la conversación a mi esposa, mientras trato de encontrar una
manera amable de rechazar el cuadro, sin decir que no nos gusta.
Porque yo sé que a ella no le gusta.
“Ay, señora, que
atenta... a ver.... donde lo pondríamos, porque aquí en la sala no
va mucho con lo que hay...”, y me mira sonriente, buscando
infructuosamente mi ayuda, que no llega, pues yo sigo, además de
sosteniendo el cuadro, pensando.
“Si, yo sé, es que este
es el tipo de manualidades que prefería mi madre, un poco
ingenuas...”, dice la señora mientras mira el cuadro como si lo
viera por primera vez.
Entonces, mi esposa me
sorprende y le dice que, ¿sabe qué?, claro que sí, nos quedamos
con el cuadro, pero el marco quizás sea demasiado, y la señora que,
oh, claro, cuando lo desmonten me devuelven el marco, a mí sí me
interesa. Y gracias, gracias, bye, y yo, cuadro en brazos todavía,
me quedo observando a mi esposa, que algo tiene que decirme, estoy
seguro.
“Este cuadro”, me dice
finalmente, “lo hizo su madre, tan bella y amable señora, que en
paz descanse. Pero lo más importante es que esa señora era una
sobreviviente de Auschwitz, que llegó a los Estados Unidos, logró
dejar atrás el horror, y formar una vida, y una familia, y ser
feliz. Y yo quiero conservar algo de una persona tan admirable...”
Y ahora a
buscarle marco, y a ver donde lo cuelgo.
Quizás aquí, en la sala.
Quizás aquí, en la sala.
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