De repente, a la luz de lo que se lee, ve, y
escucha sobre Cuba y su escaso acontecer, es perfectamente entendible
por qué los "expertos" de los servicios de inteligencia de
EEUU no dan pie con bola.
O por qué hay
numerosos análisis, opiniones y artículos que se escriben de
un lado, de otro, o sobre la cerca, y todos
parecen estar dando vueltas en el mismo lugar. Vueltas
en las que se especula, rechaza, apoya, pero de
las que, sobre todo, rezuma la
exasperación.
Y es que algo se nos escapa, a pesar de
que está ahí, a la
vista, para quién quiera verlo.
Es más, siempre
ha estado; en todos, en todas partes, en los que nos fuimos, en los
que no se han ido, en los dictadores, en sus vasallos, en sus
ejecutores. Está en el aire, se puede oler,
y es el argumento del discurso, del
dogma, de las bravatas y la arenga. Miren
otra vez, que ahí está, mirándonos, sonriente, burlón,
satisfecho.
Es el miedo, cubanos. El
miedo.
El miedo, los miedos, el tremendo miedo, el
miedo inculcado y el adquirido, el miedo
nacional. Es el miedo de las fábulas, el
de dejar el camino por tomar la vereda, o
viceversa; el de conocer a un desconocido peor que el que se
conoce, el de “Tú no sabes lo que estás
diciendo”, el de “Somos felices aquí”.
Es el miedo cerval,
primigenio, miedo oscuro,
de esos que se contaban
alrededor de las hogueras de los largos inviernos, y que allá
se cuentan en noticieros y editoriales.
Es
un miedo que pasa de
generación a generación, en las consignas y los fantasmas. Es el
miedo a tener que renunciar a las gratuidades, a
tener que pagar cuentas, y tener que trabajar para ello; es
el miedo a perder el petróleo
de Venezuela, al apagón,
a mirar cara a cara el desastre nacional. Es, además,
el mismo miedo que hace pensar que es normalidad eso
que llaman reformas, esos pataleos de
ahogado que son, en realidad, un fast forward desesperado a
una nación empantanada en algún
lugar del siglo XX.
Es el miedo entonces
a ser más pobre aún que esa nación pobre y empobrecida por
un gobierno de tiranos ineptos, que sólo atinan a
querer esquilmar a todo y todos, sólo para
ganar una semana, un año, una extensión
de misericordia para su invierno de mierda. Porque ellos,
los dictadores, también tienen miedo; un
miedo cerval, definitivo, el miedo de los ancianos que se
saben muriendo, el de los enfermos terminales a
los que sólo les queda el susurro de los aparatos que los mantienen
apenas vivos; el miedo helado de los mezquinos, que quieren
que el mundo muera con ellos.
Es el miedo también
a las palabras, las que convirtieron en miedo. Democracia, por
ejemplo. O propiedad privada. O mercado libre. O pluripartidismo. O
libertad de expresión. O libertad de prensa.
El cubano de adentro
que las escucha probablemente mire al interlocutor con ojos turbios y
expresión bovinamente inquisitiva, alerta, confundido, pues esas
palabras están en la zona de miedo, no son buenas, no son
revolucionarias, eso no es lo que el pueblo revolucionario quiere.
Porque el pueblo, cubanos, tiene mucho miedo a quedarse sin amo, no
se atreve ni en sueños a morder y destrozar la mano sarmentosa, que
le ha dicho que lo alimenta y a la que debe, además, estar
agradecido por ello.
Pero es también mi
miedo por mi padre, tozudo y anciano, que no quiere emigrar, que a
duras penas se las arregla en una sociedad disfuncional, y al que no
imagino en otra sociedad, dinámica, pujante, pero cruel,
despiadadamente darwiniana, y a la que ya no va a tener tiempo para
entender.
Es entonces, en
definitiva, el miedo, que es el soporte de la indiferencia y la
mansedumbre.
La indiferencia, que
hace que los cubanos no piensen que un cambio sea necesario e
inevitablemente para mejor. La mansedumbre, para no pensar en lo que
da miedo. Es, entonces, el miedo cubano, y los cubanos, castrados por el miedo.
Esa es, guste o no,
la triste esencia nuestra, y la herencia de estos más de 50 años de
dictadura.
Nuestro problema, entonces, no
está ni dentro ni fuera.
Nuestro problema es, simplemente, miedo.