lunes, 17 de junio de 2013

¡Mi Coca Cola por una malta!

La malta es un trauma nacional y personal. Ha sido un sueño, un anhelo, un privilegio, sola o con leche condensada. Es un gusto adquirido que, una vez lo adquieres, no puedes prescindir de el. Es vicio, gula y placer. El que no creció con la malta la odia, por dulce, por empalagosa, por umami. Pero yo y nosotros somos una élite, la que conoce y disfruta de la malta. Porque la malta, estimados, es sólo para conocedores

La malta ha estado perdida y hallada a lo largo de mi vida.

En mis tiempos europeos se convirtió en leyenda, en componente fundamental de las conversaciones nostálgicas.

Pero en Cuba ya había sido, y después siguió siendo, alternativamente, leyenda o multitud frenética llenando cubos con una malta de pipa, líquido desangelado, bombo y casi sin efervecencia, con ese sabor áspero del agua sin tratar.

En México, no hay malta; los mexicanos prefieren Jarritos o Coca Cola. Y entonces la traía de Cuba, pues por ese tiempo ya estaba disponible la Bucanero. La pugilateaba donde estuviera, y me llevaba dos cajas, para perplejidad de aduaneros mexicanos que esperaban encontrar puros y ron, y no estaban preparados para un tipo que contrabandeaba refrescos.

Cierta vez, en uno de mis viajes, y muy en concordancia con nuestras mejores tradiciones, estaba “en falta” la malta, ese eufemismo que le hiela la sangre al que necesita algo en Cuba. Familia y amistades activaron entonces la red informativa suprema: preguntaron, hicieron llamadas telefónicas, hablaron con amigos, con amigos de amigos... hasta que alguien localizó malta en un lugar llamado almacenes de Berroa.

Específicamente fue hallada en una suerte de bar discoteca, un local que parecía una casa del médico de la familia y que estaba metido en las profundidades de ese lugar, cuyo nombre me sonaba tan remoto como Songo La Maya, y que resultó estar en esa zona que los de Santos Suárez, cuando vamos a las Playas del Este, denominamos “”Pa´lla, después de Luyanó”, y que abarca desde la Virgen del Camino hasta el Rincón de Guanabo.

Y allí, en trato directo con el barman, y a despecho del letrero más anticapitalista del mundo, que anunciaba “dos por persona”, me llevé mi par de cajas de malta.

El presente es más llevadero. Aquí en Nueva York, gracias a dominicanos y portorriqueños, hay malta. Hay varias marcas y viene en varias presentaciones. Nosotros compramos Goya, de 7 onzas (257 mL), que es una porción adecuada para quedar satisfecho sin arriesgar un coma diabético.


Y mi hijo, gringuito de nacimiento, ya ha sido iniciado en el culto de la malta, porque hay cosas que uno decide no trasmitir a los pichones de cubano, pero la malta, qué va: la malta es una cuestión de patriotismo.

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