Me dejé caer por Manhattan hace un par de días, ocupado en diligencias impostergables.
En las oficinas que visité me encontré una dominicana que era toda una rareza, pues hablaba con acento cubano (y cadencia de Uzi) y era blanca y de ojos claros. Me confesó su debilidad por la música cubana, en particular por la Orquesta Aragón, declaró con firmeza que los cubanos son definitivamente los judíos del Caribe (suspiro mío) pues, según ella, le sacan dinero a una piedra (ese habilidad ancestral debe haberse perdido en mi familia, pues en ella hay muchos más asalariados que acaudalados, hasta donde yo sé), y finalmente dejó clara su perplejidad ante la pasividad de los cubanos, qué les pasa, que miren a Egipto y Libia, ¿o es que les hace falta otro Máximo Gómez?, me dijo con mirada severa y brillante.
Cumplidas mis diligencias y ya disipado el sonrojo de la vergüenza me senté a disfrutar de un Sandwich Reuben, cosa buena a considerar cuando uno está en la bella isla. El sujeto en la caja registradora le había preguntado al empleado que preparó el sandwich por el precio y lo hizo en español y a mí me habló en inglés. Y ya masticaba yo el último bocado, comparando asombrado a la ex-esposa y a la amante de Arnold el Governator, cuando otro sujeto, que bien podría hacer casting para una película sobre Ali Babá, entró al deli y se enzarzó en una conversación con el sujeto de la caja registradora, esta vez en árabe.
Y si no hay nada más vergonzoso que alguien te diga que los cubanos somos unos cobardes, si bien hay pocas cosas tan empingantes como haber tenido que pagar 30 tablas por una hora de parqueo, es realmente espeluznante escuchar hablar árabe en Manhattan.