… pensé cuando me fui a dormir el viernes en la noche. Un sábado anticipado y esperado como cosa buena, pues era el cumpleaños de mi esposa y, coincidentemente, nos iríamos al Zoológico del Bronx, a un encuentro con familias de un grupo al que pertenecemos. La entrada al zoo y el almuerzo, a cuenta del grupo. Nada mal.
Al parecer mi hijo tuvo su corazonada también y decidió aprovechar al máximo ese glorioso sábado, por lo que se despertó a las 6 y 20 de la mañana, casi dos horas antes de lo que se despierta normalmente y, como es habitual en él, fue de cero a cien en menos de 30 segundos. Teniendo en cuenta el cumpleaños de la mamá, pues hice caso omiso de esa arenilla que se deposita en mis ojos cuando no duermo lo suficiente y me levanté a vigilar carreras y volteretas, mientras me preparaba un té doble y me tomaba 1000 mg de aspirina, remedio que infaliblemente me lleva de regreso al mundo real.
Mientras me tomaba el té, repasaba el perfecto plan que habíamos trazado para este tremendo día: debíamos estar a las 12 del mediodía en el Zoo para participar en el almuerzo y escuchar algún motivador speech y después a ver la jirafa, un animal que mi hijo identifica aunque sea en dibujos abstractos. Saldríamos entonces a las 10 de la casa y, durante el viaje, mi hijo tomaría su imprescindible siesta y llegaría feliz y descansado al Zoo y pasaríamos un día maravilloso. Un plan sencillo y foolproof. Así pues salímos a las 10 y 20 de la mañana, cargamos unos 45 dólares de gasolina, pagamos 2 dólares en la caseta de cobro para salir de nuestra isla y, 30 minutos más tarde, entramos en Terra Incognita.
Todo el glamour de Nueva York está en Manhattan. El resto son zonas densamente pobladas y autopistas, que aquí se llaman highways, turnpikes, Interstates y parkways (los americanos manejan en parkways y parquean en driveways, cosas del lenguaje...). Y puentes, muchos puentes pues Nueva York está sobre islas, hay que recordar. En uno de esos puentes abonamos 6.50 dolares y entramos en el Bronx.
Fue entonces que comencé a observar el GPS en la pantalla de mi teléfono, primero con curiosidad y después con estupor. Sobre un detallado mapa del sur del Bronx, un punto azul y regordete marcaba nuestra posición, rodeado de un círculo azuloso que abarcaba un área del tamaño de Santos Suárez. “Parece una teta cianótica”, alcancé a pensar antes de comenzar a preocuparme. El punto regordete nos ubicaba a casi 500 metros fuera de nuestra ubicación, casi en medio del East River. “Creo que vamos a pasar algo de trabajo para encontrar la dirección...”, le anticipé a mi esposa, que su vez me anticipó una mediodía agitado: mi niño aún estaba a 100 por hora y nada de la supuesta siesta. Mierda de GPS, dejé escapar con un ligero gruñido.
Comencé entonces a leer frenéticamente los innumerables letreros que anunciaban lugares, parkways y highways e interstates, buscando una pista que dijera Zoológico o por lo menos Zoo. Pero no apareció ninguna, En su lugar, lo que apareció fue uno de esos cruces de autopista sobre autopista sobre autopista, que parecen un plato de espaquetis. Ahora sí estamos jodidos, pensé y decidí que, a falta de GPS, había que aplicar el sentido comun. Y tomé uno de los espaguetis que decía Norte.
Pasados unos 10 minutos los carteles comenzaron anunciar lugares que de alguna manera... uhmmm... it rings a bell... Autopista a New Heaven... New Heaven... ¡Coño, New Heaven , Connecticut! Y después de un par de enreveresadas vueltas, enfilamos en sentido contrario, justo antes de abandonar el gran estado de New York e irnos a parar a casa del carajo a Connecticut., lugar que sólo conozco por referencias de Mark Twain.
Esta vez sí funcionó. Los letreros comenzaron a mostrar cada vez con mayor frecuencia la palabra Bronx y, como dijera algun esperpento, ya estábamos en el camino correcto.
El Bronx es cualquier cosa menos glamour; tiene ese aire de marginalidad de San Miguel del Padrón, La Lisa o Centro Habana. Es, en esencia, un lugar feo. Muy feo. Toscos edificos de ladrillos rojos, adocenados negocios con anuncios bilingües, banderas portoriqueñas y dominicanas en ventanas enrejadas y mucha gente deambulando en las aceras. La salsa boricua, a nivel de estruendo, salía por una de las ventanas y se escuchaba aún por encima del intenso tráfico El Barrio en su máxima expresión.
Finalmente, entre atascos y asombros, y con mi hijo más despierto que nunca, llegamos a las 11:50 am al Zoo, que se antoja anacrónico en medio de tanto concreto. 13 dólares nos ganaron el acceso al parqueo, donde una concurrida mesa identificaba a los organizadores de nuestra reunión. Manillitas en la muñeca para no pagar la entrada y poder además disfrutar (¿disfrutar?) de un almuerzo muy a lo gringo, con hot dogs y unas hamburguesas de color casi negro que parecían... cualquier cosa. El pabellón, sin embargo, muy bonito, justo al lado de un estanque con flamencos, cisnes y cuatro o cinco más variedades de aves. “Mira. Papi, flamencos!”, le dije a mi hijo, y el sentenció “Pato...” y. “Mira, cisnes!”, “Pato...” y “Mira, aquellos... pájaros!”, “Pato...”
Y fue entonces que, justo al final del almuerzo y speech, comenzaron los estragos de la siesta no tomada. “Vamos a ver la jodida jirafa”, le dije a mi esposa después de 5 minutos de tratar de consolar el llanto de mi hijo. Y para allá fuimos, entre el llanto y algún que otro grito del niño, y las jirafas que comparten un área del zoo con las avestruces, “Pato...”, clasificó de inmediato mi hjo a las avestruces y a sus amadas jirafas, al fin vistas en vivo... “Vacas”. Y empezó a llorar desconsoladamente.
“Nos vamos...”, decidimos después de 10 minutos de perreta y, desconsolados todos, salimos del Zoo, en ese soleado, fresco y hermoso día, mientras que algunas personas miraban de soslayo al niño perdido en llanto y llegamos al fin al carro... que estaba ponchado. De la goma delantera derecha y yo lo que me estoy cagando en... no, no, calma, que hoy es el cumpleaños de mi esposa.
Monté la gomita de respuesto, que parece de bicicleta y con el Jesús en los labios durante el viaje de regreso, que no se fuera a joder también la gomita subdesarrollada esa, mi hijo dormido, 6,50 tablas en el primer puente, 2 cañitas en el segundo, debe ser un tremendo negocio ser dueño de un jodido puente, 15 pesos por el ponche y 5 de propina al que montó la goma de nuevo y llegando a la casa sin más percances y mi hijo recargado por la siesta tardía, a 100 de nuevo, y uno pensando en la hora en que se acabará este sábado de mierda y al fin se duerme el niño, 5 horas después, suspiros y ver una película que llegó del Netflix, “Burn after reading” y el disco está jodido, no lo lee el aparato y sólo nos quedó reírnos a carcajadas por un sábado a la zurda.
Y nos fuimos a dormir temprano, para conjurar cualquier otra cosa que nos esperara antes de la medianoche.