Se nos acabó el
café. Desgracia.
No cualquier
café, les digo. Es un café que cuesta, y vale, trece dólares la libra. De la
isla de Sulawesi, en Sumatra. Tueste oscuro, sabor profundo, achocolatado,
terroso, de baja acidez, con el grano molido fino, para cafetera expreso. No
cualquier café, insisto, que nosotros somos quisquillosos para un par de frivolidades,
y el café es una de ellas.
Se nos acabó
entonces el café. No me percaté de que el tarro de porcelana donde lo
almacenamos ya estaba vacío.
Tienen ese café,
por sacos, en Fairway. De hecho, tienen cincuenta tipos de cafés. Por sacos. Y
trescientos tipos de quesos. Treinta variedades de aceitunas. Decenas de marcas
de aceites de oliva. Bacalao seco, noruego. Carne añeja, a veintiocho dólares
la libra. Tienen de todo tipo de frivolidades, por decenas, a escoger. No se
andan con chiquitas en Fairway con nosotros, los frívolos.
Pero hay que
manejar media hora para llegar a ese paraíso de las cosas buenas. El día y el ánimo
no ayudan tampoco. Hay nueve grados centígrados bajo cero. Hay viento. La sensación
térmica es de dieciocho grados centígrados bajo cero. Las calles están razonablemente
limpias, pero hay orillas y rincones arteros, con hielo de la nevada de ayer.
Es, además, el último día de este año. Habrá hordas de compradores de delicias,
alineados en interminable espera, esperando para pagar su compra.
Suficientes
razones para ir a Starbucks entonces.
Está a escasas
cuatro cuadras de mi casa. Me tomo un capuchino pequeño, con tres tazas de café
expreso. Compro una libra del café que ellos usan. Allí lo muelen también.
Tenemos molinillo en casa, pero es día de ocio. Si ya hacemos una concesión al
café, la hacemos a su frescura.
En el mezzanini
hay un grupo de muchachos que estudian química y algo de ciencias sociales.
Gente de college, quizás.
Bulliciosos. Una señora en atuendo de estar en la sala de su casa ocupa una de
las mesas grandes. Consulta algo en su computadora. Mueve de un lugar a otro unos
papeles. Hay dibujos infantiles en ellos. Unos ancianos conversan. Una dama
extraña, siempre la veo allí, cabecea, los pies descalzos sobre el rellano del
hogar donde un fuego amable calienta, discreto.
En el rincón más
lejano, junto a un ventanal que deja ver el costado del edificio aledaño,
arrellanado en un butacón, dormita el hombre.
Por fin lo
encuentro.
Lo había estado
buscando desde comienzos del verano. La última vez que lo vi patrullaba su
soledad, cabizbajo, de una esquina a otra, en la calle lateral de mi casa. Entonces
solo vestía unas bermudas oscuras. Descamisado, descalzo.
Hace mucho lo
encontraba con más frecuencia. Hasta fotos le tomé, hace un par de años, en la
playa. Ese de la foto es él. Alguna vez lo vi alguna vez trabajando en Stop and
Shop, el centro comercial local, pero por poco tiempo. Alguien me dijo que despide
un fuerte hedor. Que es inofensivo. Apenas habla. Solo deambula por el centro
de mi ciudad, de la estación de tren al mercado, del mercado a la playa, de la
playa a la calle principal. Siempre camina lento, mirando al suelo.
Aquella tarde de
verano regresé a mi casa y en una mochila coloqué algunos pulóvers, calcetines,
un par de tenis, unas bermudas. Le dije a mi hijo. Vamos a ayudar a alguien, le
dije. Salimos. El vagabundo ya no estaba.
Subimos al auto.
Recorrimos calles y lugares por más de media hora. Le pregunté a un policía si
lo había visto. Me observó, la mirada cristalizada de tanta paranoia. No tenía
la menor idea de a quién me refería. Que probara mi suerte, me dijo, en el
refugio de la ciudad. Un edificio de color ferroso, de un solo piso, que
colinda con la línea del tren, en el sector de la ciudad donde viven los negros,
los latinos y algún que otro musulmán. Las rentas son bajas allí. Bajas como en
algún pueblo adormilado de Kentucky o Arkansas. Renta de flyover country. Casi de gueto. De gueto, pues, en Nueva York.
No encontramos al
hombre. Ni ese día, ni los meses que siguieron. La mochila se quedó todo ese
tiempo en el asiento trasero de mi carro. No me gustaba la idea de depositarla en
un contenedor para ropa usada. Y nunca perdí la esperanza de volver a tropezarme
con nuestro vagabundo.
Mientras bebía el
café con leche, de cinco dólares, en la mesa la bolsa de papel con el paquete
de café para expreso, recién molido, fragante, trece dólares la libra, me alegré
de ver al hombre que dormía en el butacón. La barba hirsuta, vestía un suéter ligero
y un chubasquero de color verde olivo. La temperatura en el Starbucks era
agradable, tibia. El hombre se acomodó entre sueño, y estiró las piernas. Calzaba
unas chancletas playeras, sin calcetines.
Me fui sin
terminar mi café. Cerré mi abrigo, me coloqué el gorro, me puse los guantes y
salí a la calle. Entrecerré los ojos para evitar el zarpazo del viento, gélido,
que hoy sube desde el Atlántico.
Un par de minutos
más tarde dejé el paquete de café –no es Sulawesi, pero algo es algo- en la
meseta de la cocina de mi casa. Le expliqué a mi esposa. En una bolsa de Ikea –lo
mejor que hay para ir de mandados- coloqué dos suéteres, ropa interior térmica,
calcetines gruesos –Dickies-, un gorro de punto. De mi closet tomé un abrigo Free
Country que compré a principios de otoño, 3-in-1, pesado, sólido, casi una
parka.
El hombre aún
dormía en su butacón cuando entre de nuevo a Starbucks, cargando con la
mochila, la bolsa Ikea, y el abrigo.
Un señor levantó
la vista de su periódico al verme pasar. Sentí algo de pena -tengo pánico escénico.
Alguien que entra con paquetes en Nueva York a un lugar público es objeto de
escrutinio. Una pareja detuvo su conversación cuando caminé por su lado. Ahora
también me observaban, en momentáneo silencio, los muchachos del college. La señora que organizaba
dibujos me sonrió y regresó a sus papeles.
Me sorprendió sentir también un poco
de temor. No me gusta el protagonismo. Yo soy el que se recuesta a una pared,
un vaso con agua en la mano, a mirar a los que bailan y conversan.
´Señor..´, dije
en la voz más queda posible, mientras le tocaba la rodilla con un dedo
enguantado. El hombre abrió los ojos, un tanto alerta –quién no lo estuviera- y
me miró, inmóvil.
´Eso es suyo´. Coloqué
la mochila y la bolsa de Ikea frente sus pies desnudos, y el abrigo sobre la
mesa que flanqueaba el butacón.
´Thank you!´, me
respondió, sorprendido, creo. ´You are welcome´, repliqué en voz más baja aún.
Salí aprisa del lugar, colocándome el gorro como si me escondiera en él.
Fue así que se nos
acabó el café en el último día del año.
Vienen unos días
cuando se romperán records de temperatura invernal. El café nos durará a lo
sumo una semana. No está mal. Mi esposa hizo una colada y no está mal. Pero no
es Sulawesi, y uno es esclavo de sus frivolidades, no lo niego.
Pero ha sido un buen día. De esos en que, a falta de lo frívolo, uno se tropieza con las cosas buenas.
Pero ha sido un buen día. De esos en que, a falta de lo frívolo, uno se tropieza con las cosas buenas.