Aun no se desvanecía el rojo blanco
del horno, todavía no se enfriaba el puñado de polvo, y ya se leían
luctuosos, untosos, empalagosos panegíricos que, cronómetro en
mano, compungidos admiradores del anciano dictador habían
confeccionado con chea puntualidad.
Un día sin Fidel, tres días sin
Fidel, cinco días sin Fidel, se sucedieron aquí y allá; así, es
de esperar, tendremos -tendrán, pues yo no los leeré-
microaniversarios de la magna cremación al mes, trimestre, semestre,
veintiseis de julio, trece de agosto, diez de octubre, y, por
supuesto, la apoteosis de las crónicas crono-mortuorias, al año sin
Fidel.
El drama, que es parte de nuestra
mestiza y temperamental cultura. En este caso, un ulular de lloronas
aderezado por lamentaciones que parecen sacadas de la cosa juche.
“Están como los mexicanos con Juan
Gabriel que, a cada rato, cuando ya nadie se acuerda que se murió,
sacan otro programa de lamentos...”, comentaba mi esposa,
divertida, no con la muerte, que no es de risa, sino con lo insípido
de los que sobreviven a los muertos ilustres.
Pero ni siquiera el Divo de Juárez ha
inspirado esos recurrentes reportajes que nos llegan con asiduidad
menstrual. Vamos, ni a un Muerto de Muertos como Freddy Mercury se le
ha dado el honor de tal recuento machacón, y mira que ese sí se
agradecería.
Y el colmo de los absurdos es que Fidel
había muerto no hace uno, tres, o cinco días, sino hace ya una
década, con el traspaso de poder a su hermano, y la implícita
aceptación de que ya no daba -por suerte- para más. Su nefasta
omnipresencia comenzó a marchitarse y solo asomaba, esporádico, de
reflexión en reflexión, o en noticias sobre algun dignatario que
había acudido a Punto Cero a tomarse un postrero selfie.
Así, hasta que terminó de morir. Esta
vez definitivamente, un día que está por saberse, pues esa
coincidencia de fechas con aniversario de Granmas, Coloradas, y toda
la parafernalia de conmemoraciones gubernamentales, no la compro.
Vamos, que se murió un día cualquiera, como el vulgar labriego hijo
de labriego que fue.
Los que lo lloran, pues regresan una y
otra vez a esas ideas fijas, cinceladas por el adoctrinamiento, esas
charcas de falacias y lemas de las que muchos bebimos en algun
momento.
“Era el caballo”, murmuran,
gozosos, con ese extraño disfrute de saberse vasallos de un hombre
fuerte.
“Un estadista de talla mundial”,
dicen otros, saboreando la ilusión de que su isleño cacique pudiera
equipararse a inmensos personajes cuyo legado, la Historia en sí, no
necesita ser recordado cada cinco días.
“Educación, salud”, mantra, que es
el reducto supremo del argumento de “Por qué Fidel”, el
agradecimiento eterno a su muerto grande por servicios básicos
pagados con dinero ajeno. Porque, en buena lid, si van a lamentar, si
van a defender su médico de la familia y su maestro emergente, pues
deben comenzar por mencionar a los que financiaron el delirio
fidelista: soviéticos, en primer lugar, y chavistas, milagrosos
rescatadores de la nación que ya se había ido en picada.
Gracias a ellos, a los mecenas del
insostenible “proyecto”, los cubanos son un pueblo miserable al
que fue concedido vivir atrapado entre un hospital derruido y una
escuela mediocre, y al que con eso le debe bastar; lo que les resta,
segun los lamentadores, es callar -o llorar- en agradecimiento.
El resto, cosa burguesa, es banal. Así
es que, por ejemplo, cuando la rusa tecnología falla -una vez más-,
cinco estóicos soldados empujan un carromato bajo el sol inclemente
para poder llegar, por fin, al mausoleo del mal gusto, y de mal
gusto, donde, detrás de un letrerito que dice Fidel, se coloca eso
que transportan, unos dos kilogramos de polvo de fosfatos de calcio,
sales de sodio, potasio, y quizás algún carbonato, eso que llaman
cenizas, y que en realidad es tierra tan infértil como la escoria
residual de algun primitivo proceso metalúrgico.
No pudo concebirse un símbolo más
característico de la crónica mediocridad e ineptitud de Fidel y sus
seguidores que ese armatoste militar, ruso, feo, roto en medio del
viaje más importante que hiciera el dictador. O, en este caso, sus
menguados restos.
No creo que ninguno de los
crono-cronistas use un tono diferente en esos textos seudopoéticos y
edulcorados, que merecen como fondo música de la Nueva Trova y un
coro de pioneros. Al contrario, le irán adicionando tramos a la
leyenda de Fidel Castro hasta que parezca que el muerto no era lo que
fue.
Pero sí lo fue. Un accidente
histórico, una eficaz rémora que detuvo a Cuba en algún lugar del
siglo XX y que, aun después de muerto, le pesa.
Fidel no ha estado en mi entorno desde
hace ya casi veinte años. No le debo nada, ni a él, ni a su
revolución, ni le reconozco la grandeza con que lo adornan sus
adoradores. Fue un dictadorzuelo tropical, delirante, mesiánico,
abusador, lo peor que le ha sucedido a Cuba en su Historia
contemporánea.
Con su muerte no sé qué comienza,
pero si sé que se cierra una época, la fidelista, y eso es bueno.
Pero si algo pudo ser mejor que eso, es, sin dudas, el haber tenido
una vida sin Fidel pues, con Fidel, lo de los cubanos no fue vida.
Y todavía no lo es.
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