“¿Por qué tú y no yo?”,
clama, brama, reclama una señora mulata, obesa, entrada en años,
que se retuerce, arquea, oscila en brazos de una muchacha que luce
rostro compungido, preocupado, quizás porque la señora que se está
ofreciendo en sacrificio amenaza con desplomarse y que, si lo
hiciera, va a arrastrar con ella a quien le aferre los brazos, ya se
ha visto antes, en los bembé, los que montan santo, que caen al
piso, en sagrada convulsión.
“La gorda no se se tira
porque sabe que se va a dar tremendo trastazo”, me susurraba el
babalao, organizador de aquella otra fiesta, observador de la
humanidad y de aquella otra señora, también obesa, mulata y entrada
en años, a la que mantiene en vilo otra muchacha que puede ser su
hija o su vecina o su compañera de ritos, la señora, que se
contorsiona, ojos cerrados, la boca apretada, brillante de sudor. “No
se tira, no te preocupes”, me dice el hombre que viste una
inmaculada y blanca camisola con botones de oro, y sonrie.
Pero ya no sabré si se cayó o
se lanzó al piso la señora que se desgañita en la histeria de la
posesión fidélica. “¡Tenía que ser yo, él no, él no!”,
reclama, pero la escena cambia y ahora muestra a otra mujer, una
muchacha, joven, también mestiza, bonita, que entre puchero y mocos
alcanza a decir algo sobre la educación, la salud, que Fidel no se
ha ido, que está en sus corazones -el muerto encarnado es casi
obligación nacional-, el cuello se le inflama de venas y bultos,
dice algo más, un viva Fidel, y la cámara sigue, no hay palabras,
declaran dos, tres entrevistados en un alarde de elocuencia, llorosos también,
tristes a ultranza, como si se hubiera muerto un niño que no lo
merecía, como si fuera una mala e inesperada sorpresa la que tuvo
lugar, y no la muerte predecible de un anciano enfermo de alma y cuerpo que tomó prestados
diez años de vida y medio siglo de nación, y ya nunca los devolvió.
No hay palabras, dicen, vamos a
seguir hasta el final, con nuestros hijos, él nos lo dió todo, no
tengo palabras, uno de los grandes acontecimientos en el mundo
entero, no hay palabras, él no se ha ido, está en nosotros, vive en
nosotros, como la flora intestinal, nos deja la unidad, la valentía,
la intransigencia revolucionaria, la voz se quiebra, cómo llega uno
a ese estado de histeria colectiva, “¡Tenía que ser yo!”, decía
la señora obesa, “Fidel, Fidel”, grita, vocifera la muchacha
joven meztiza bonita, que cubre su cara, ¡ay!, con una mano,
mientras con la otra toma fotos, filma algo que no vemos, con un
teléfono celular de color rosa. A su lado solloza la que sostenía a
la señora que quería ser ella y no él. Todos aúllan, Fidel, algo
sobre Fidel.
Frente a ellos, casi
imperceptibles entre tanto estrépito, dos niños, vestidos de
pioneros, con la calma y mesura que a todos los demás les faltan,
miran, atentos, serios, mudos, testigos de algo que quizás ni
siquiera entiendan muy bien pues este muerto, aunque no haya palabras,
aunque les digan que se quedó, que los posee, que por allí todavía
deambula espantando esperanzas, ese muerto, para su suerte, no es de ellos.
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