De tanto ir y venir, ya la familia no
necesita casi nada de los enseres básicos,
mucho menos de los superfluos.
Le regalamos entonces por su cumpleaños
al suegro, hombre anti tecnología por crianza, indiferencia y
simpleza, un teléfono celular: un Blu, desbloqueado, que se dice
diseñado en Miami, fabricado en China, destinado al mercado
latinoamericano, y que va a ser usado en lo adelante para breves
conversaciones entre Cuba y Nueva York.
Y resulta que, como si fuera poco el
adelanto, este teléfono Blu (Bold Like Us, dice que significa
el acrónimo) es uno de estos aparatos
llamados “inteligentes”.
Aún no tiene asignado un número -de
eso se encargará ETECSA que, a cambio de moderada suma, le
suministrará además un miserable plan de llamadas- pero el WiFi de
nuestra casa ya le permite conectarse al mundo virtual cuya
existencia, hasta ahora, mi suegro ignoraba.
Es decir que, mucho antes de marcar su
primer número en su flamante teléfono, el suegro ya puede navegar
por internet, hacer videollamadas por Skype, enviar/recibir mensajes,
ver fotos de niños con cáncer, manipular
aplicaciones tan inútiles como entretenidas, asombrarse de toda
la irreverencia que hay más allá del NTV y el Granma. Ya
inclina la cabeza hacia la pantalla esclavizante, como hacemos todos,
hacia lo que ofrece la red: porno, noticias, deporte, política; el
mundo ilustrado, explicado, a gritos y en colores; la libertad en la
palma de la mano, el planeta bajo la yema del dedo.
Facebook también, por
supuesto.
Inmediatamente después que el
eficiente servicio de Amazon entregara el paquete en nuestra casa, mi
esposa inició a mi suegro en la red social. Le creó una cuenta; le
explicó, grosso modo, de qué se
trataba el asunto. “La gente en
comunicación, papá”, le dijo, “Gratis, rápido: ¡la
modernidá!”, sonrió mientras mi suegro la miraba con velada
perplejidá.
Pero, contra todo pronóstico, el
hombre se apropió agilmente de la novedad; no en balde las redes
sociales tienen diseños que apelan a la intuición. Está el suegro,
entonces, en la red, y en Facebook.
“Oye, esta gente está loca...”, me
dice ayer, y me muestra un video que un sobrino ha colgado, video que
evito mirar, y donde una mujer le propina garrotazos
a otra que está postrada en una silla de ruedas. “Y ayer
puso otro, mira, esta mujer, pegándole a un niño...”, añade y me
mira, con expresión casi culpable, asombrado. “Esta gente está
loca pa´ la pinga...”, concluye, con un muy inusual exabrupto en
un hombre que destaca por su decencia.
La gente loca a la que se refiere no
son solo los protagonistas de los videos: aunque no lo diga
explícitamente, aunque no lo admita en voz alta,
los locos son también sus recién
adquiridos contactos virtuales: la familia y
los amigos con los que se ha tratado toda la vida y a los que, en el
mundo virtual, ahora apenas reconoce.
Son la gente de siempre, que de repente parece preferir
el morbo, la invocación religiosa, las cadenas de información falsa
e insensata, los desastres de todo tipo, los
clichés, los chistes de mal gusto, los memes más
pedestres. “No escriben nada, solo ponen esas cosas...”,
se asombra el suegro, y mira de nuevo a la
pantalla, como dudando si esos nombres que ve en el
pequeño rectángulo del teléfono, nombres
tan familiares, sean realmente las personas que él conoce, y
no unos impostores.
***
Mi Facebook
sintético me salva de buena parte de ese fenómeno. Vamos: puedo con
total tranquilidad eliminar de mis contactos, sin que ello represente
una ruptura familiar o una amistad quebrantada, a quien publique algo
que no me agrade. Ya lo he hecho, y se siente como
librarse de un estreñimiento.
Por otra parte, me doy el lujo de leer
a personas interesantes, de hacer nuevas amistades, muchas de ellas
ratificadas en el mundo exterior, y tan solo por
ello valen la pena Facebook y mi duplicidad.
Facebook, que
en su sugerencia explícita
de aceptar o no a alguien en nuestro entorno virtual, nos da la
solución: a la familia uno no la escoge, pero a los amigos
sí. De tal manera mi suegro, y la mayoría de las personas que
conozco, están condenadas a seguir en la red social una versión
gráfica de su vida cotidiana. Yo,
privilegiado, instalado en el
ser o no ser, me procuro voluntariamente un status
de fantasía para que mi vida real, la otra, no sea tan
cotidiana.
***
Así es entonces que,
gracias al regalo recibido, nuestro nuevo elemento en la
rutina diaria, además de tomar café recién colado a las cuatro, o
sentarnos a la sombra, en el patio, a repetirnos historias, es la
pregunta, siempre esperanzada de buenas noticias,
con la que me recibe el suegro en
las tardes: “Y entonces, ¿qué se
dice en las redes?”
Yo, pues le
cuento; él, deslumbrado y triste, atrapado
por la impericia en la navegación digital, me
muestra en su Facebook videos
de venezolanos asaltando supermercados vacíos, disidentes
protestando en La Habana, y un meme que se burla de Raúl Castro.
Nos va a extrañar el suegro
cuando regrese a su vida habanera. Va a extrañar al nieto, sus
tardes en el parque, y el café de las cuatro. También es posible
que ahora, con más información, mire con otros ojos a sus amigos y
familiares que tan extraño se comportan en el mundo virtual. Tal vez
hasta intente deslumbrarlos, contándoles todas esas
historias censuradas y nunca vistas en Cuba.
Sin embargo, a fuerza de
repetirlas, la indiferencia terminará por tomar por asalto al
asombro. Condenado entonces otra vez a Granma y NTV, solo le quedará
a mi suegro la nostalgia por la familia lejana, un
teléfono ciego, y una nueva carencia: la red social.
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