jueves, 22 de septiembre de 2016

OCD

No todas las mañanas tomo la cámara cuando salgo para el trabajo. Por supuesto, después lo lamento porque siempre hay algo interesante que fotografiar.

Pero, cuando la llevo conmigo, es una carrera contra la luz. Me desespero al ver como se esfuma el sol que apenas alumbra, como se queman los dorados irreales, como se hace añicos la suavidad irrepetible de los amaneceres del otoño.

Siento que pierdo la competencia todos los dias; el fin de semana te levantas a las seis de la mañana, me digo, te vas a esa costa rocosa, y haces quinientas fotos de la luz sobre al agua, en el agua, a ras, a lo lejos, de muy cerca.

O te vas a la playa. O a la calle; en todas partes hay algo irrepetible que espera por mí unos segundos y después se marcha para siempre.

Pero no me levanto.

En las tardes también se me olvida la cita, en medio del fragor de la casa y la cosa familiar. Tal es así que, también esta vez, pasé por alto ese par de días cuando la caida del sol se alinea con mi calle -mi callehenge-, y un tunel de luz amarilla, repleta de magnífico polen, se extiende hasta perderse de vista.

Y a pesar de la desidia, para mi asombro, se me acumulan las imágenes. Las manipulo con avara fruición; borro, inmisericorde, chapucerías y abortos -tomar doscientas fotos y que ninguna sirva es lo mejor que le pueda pasar a un fotógrafo-; clasifico entonces, trato de poner orden en la compulsión, muestro algunas.

Lei alguna vez que Jimmy Hendrix se frustraba porque tenía sonidos en su cabeza que no podía reproducir. Asusta saber que aun el talento de un genio tiene límites. Yo, atado por la mediocridad de mis manos, no sé pintar, no sé dibujar más allá que un rostro de payaso para hacer sonreir a mi hijo. Pero tengo imágenes que me acosan y, para mi sorpresa, he encontrado algunas en la fotografía.

Sigo, entonces, compilando. Placer. Diversión. Terapia.

OCD

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