No todas las mañanas
tomo la cámara cuando salgo para el trabajo.
Por supuesto, después lo lamento porque siempre hay
algo interesante que fotografiar.
Pero, cuando
la llevo conmigo, es una carrera contra la luz. Me desespero al ver
como se esfuma el sol que apenas alumbra, como se queman los dorados
irreales, como se hace añicos la suavidad irrepetible de los
amaneceres del otoño.
Siento que
pierdo la competencia todos los dias; el fin de semana te levantas a
las seis de la mañana, me digo, te vas a esa costa rocosa, y haces
quinientas fotos de la luz sobre al agua, en el agua, a ras, a lo
lejos, de muy cerca.
O te vas a la
playa. O a la calle; en todas partes hay algo irrepetible que espera
por mí unos segundos y después se marcha para siempre.
Pero no me
levanto.
En las tardes también se
me olvida la cita, en medio del fragor de la casa y la cosa familiar.
Tal es así que, también esta vez, pasé por alto ese par de días
cuando la caida del sol se alinea con mi calle -mi callehenge-, y un
tunel de luz amarilla, repleta de magnífico polen, se extiende hasta
perderse de vista.
Y a pesar de
la desidia, para mi asombro, se me acumulan las imágenes. Las
manipulo con avara fruición; borro, inmisericorde, chapucerías y
abortos -tomar doscientas fotos y que ninguna sirva es lo mejor que
le pueda pasar a un fotógrafo-; clasifico entonces, trato de poner
orden en la compulsión, muestro algunas.
Lei alguna vez
que Jimmy Hendrix se frustraba porque tenía sonidos en su cabeza que
no podía reproducir. Asusta saber que aun el talento de un genio
tiene límites. Yo, atado por la mediocridad de mis manos, no sé
pintar, no sé dibujar más allá que un rostro de payaso para hacer
sonreir a mi hijo. Pero tengo imágenes que me acosan y, para mi
sorpresa, he encontrado algunas en la fotografía.
Sigo,
entonces, compilando. Placer. Diversión. Terapia.
OCD
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