Después de la prolongada, y
ciertamente agobiante, campaña electoral para la presidencia de los
Estados Unidos, quedaron tendidos en el camino más de una docena de
anodinos candidatos republicanos en una rebatiña tan atestada como
aburrida, mientras que, por su parte, el proceso electoral demócrata
estuvo tan desangelado que incluyó a un desconocido, y hasta a un
socialista.
Nos ha dejado, entonces, la campaña
electoral, con lo que se supone es la crema y nata de las opciones
presidenciales del país: Donald Trump (R) y Hillary Clinton (D).
Trump, el candidato imposible, que se
abrió espacio a codazos con una retórica agresiva, brutal por
momentos, agitando espantajos. Como el beodo soez que grita medias
verdades en la penumbra de una cantina, divirtiendo a los
parroquianos, Donald Trump se ha dedicado a despotricar, a decir lo
que una parte del asustado electorado conservador gusta escuchar.
En un país donde el racismo está a
flor de piel, donde la violencia y las masacres insensatas son lo de
cada día, donde los dementes armados causan más daño que los
terroristas islámicos; donde la brutalidad policial, sazonada con el
prejuicio racial, asesina negros de manera preventiva; en un país
donde el costo de la vivienda es absurdo, donde el precio de la
atención médica es astronómico, donde estudiar una carrera
universitaria es una inversión comparable al absurdo de la vivienda,
en este país, a esa gente, Donald Trump le balbucea al oido que los
inmigrantes tienen la culpa de todos los males, que él sabe arreglar
-sin que todavía le haya dicho a nadie cómo piensa hacerlo-
economía, política internacional, energía, sociedad, America y el
resto del planeta; que él, por cierto, va a hacer a America great
again, sin explicar qué es great, por qué no es great,
o cuándo dejó serlo, según su visión; todo expuesto con
abundancia de histrionismo, bravuconería, con derroche de
incoherencia, y sus seguidores le creen a pies juntillas.
Un charlatán, un oportunista, ególatra
autoritario con sentido del espectáculo: esa es una de nuestras
opciones presidenciales.
Hillary Clinton, la candidata del
sistema, es la otra.
Pero Hillary miente.
Nada es tan importante, ni el espectro
de Benghazi, ni la rémora de malas decisiones en las que la
Secretaria de Estado Clinton estuvo involucrada -al cabo, errare
humanum est (…); ni siquiera el asunto del mal uso de servers
privados para correos electrónicos confidenciales es fundamental:
nada es tan importante, insisto, como mentir.
Sobre todo, porque aun no se sabe a
ciencia cierta por qué miente Hillary, qué se oculta detrás de
tanta obstinación en no abordar, de una sola vez y por todas, con
imprescindible transparencia, lo que estuvo mal en el manejo de los
correos electrónicos, y cuál ha sido, o pudo ser, el alcance de tal
negligencia. Y, como si no bastara con tanta incertidumbre, Hillary
Clinton ha evitado ofrecer conferencias de prensa en los últimos
meses.
¿A qué le temen Clinton y su equipo
de campaña?
Recientemente un juez federal ordenó
que la mayoría de los correos electrónicos no fuera hecha pública
hasta después del día de las elecciones presidenciales.
¿Coincidencia? No lo sé. Pero de no serlo, ¿por qué?: ¿qué se
está tratando de ocultar?, ¿qué verdad es esa que necesitaría una
demora para que no interfiriera en la posible elección de Hillary
Clinton?
(…) sed in errare perseverare
diabolicum, “pero perseverar en el error es diabólico”, es
la segunda parte del latinajo que habla acerca de que es humano
cometer errores. Y Clinton y sus asesores perseveran.
Hillary Clinton está blindada por el
poderoso establishment demócrata, como se demostró durante
la Convención de ese partido: mientras Trump entró a la Convención
Republicana aclamado como un mesías, Clinton necesitó prácticamente
tres días de discursos, arengas y performances de artistas,
personalidades y políticos, incluyendo al presidente Obama, para
exorcisar obstáculos, para silenciar a la disidencia de izquierda,
para confirmar una nominación que, si bien era lo que se esperaba,
estaba amenazada por la acometida de Bernie Sanders y sus Berniebros,
y, en no menor medida, por la propia antipatía que acompaña a
Hillary como un mal olor.
Ayer en la noche entonces, al fin, tras
todos estos meses electoreros, se vieron las caras Trump y Clinton en
el primer debate presidencial.
Casi todo lo que he leído esta mañana
-incluyendo medios conservadores- dan por ganadora del debate a
Hillary Clinton. Yo no esperaba menos: aun sin tomar en cuenta la
obvia ineptitud de Trump para el oficio presidencial, sus
“propuestas” se basan en wishful thinking; promete
fabricar el perpetuum mobile, pero no dice cómo lo va a
hacer. Todo lo que necesita Clinton entonces es atenerse al sentido
común, a propuestas concretas, a un plan de acción presidencial
realizable.
Y así, hasta el día de las
elecciones.
Ese día pienso usar mi voto como
diminuto ladrillo en el dique de contención que debe contener a un
mal mayor.
Ese día, por cierto, yo no voy votar
por Hillary Clinton. El 8 de Noviembre yo voy a votar en gris, en
contra de Donald Trump.
La elección presidencial, mi primer
Presidente en los Estados Unidos: una elección que nos deja el sabor
terrible de una nación condenada a malas opciones.