Pero sé con exactitud el momento en que comenzó mi desapego.
Fue un discurso de esos celebratorios de algún triunfo. En la televisión, algo decía HC sobre algo, y el público, enardecido, comenzó a vitorear en pleno acuerdo con lo dicho; la candidata respondió con un repetitivo movimiento de la cabeza, y fue entonces que comenzó mi cuesta abajo.
Movía la cabeza y giraba en el escenario, cubriendo a toda la audiencia. Era un movimiento que quería decir “Yeap, yeap, yeap...”, con fruncimiento característico de la boca, el pecho algo sacado, la cabeza algo metida entre los hombros, asintiendo con un balanceo al estilo de esos figurines “bubble head”.
“Falso”, fue la palabra que acudió sin ser llamada a mi mente.
Después, la candidata sonrió. La cámara hizo un acercamiento cruel en alta definición: brillaban opacos los dientes, amarillentos, en franca contradicción con los ojos serios, duros, como piedras azules, la cara rota por mil arrugas, las mejillas flaccidas, colgantes.
“Muy falso”, llegó de nuevo la palabra, esta vez con refuerzo, y ya nunca recuperé a la candidata por la que, antes de ese evento, hubiera votado convencido, y a la que hoy votaría, excéptico, como el menor de los males.
Hillary Clinton es un producto mal vendido.
Es su culpa, y la del grupo que la asesora. Alguien debe decirle que deje de tratar de ser graciosa, que deje de sonreir -nunca se ve tan mal como cuando sonríe-, que le iría mejor un aura de “Dama de Hierro”, a lo Thatcher, que ese aire abuelo-maternal que debe reservar para sus nietos.
Bernie Sanders es un anciano malhumorado, de voz cascada y con la brusquedad característica de su etnia y credo político. Usa ese marco para entregar su discurso cuasi-socialista, para alentar las esperanzas de los sectores más a la izquierda del partido Demócrata y de los independientes.
Pero es genuino: Bernie Sanders vende chatarra política, populista e impracticable, pero la vende sin poses, con la autenticidad del poseso, y se la están comprando porque la está vendiendo bien.
Ni siquiera me voy a detener a detallar el caso de Trump; al cabo queda muy poco por decir ya.
Pero la candidata Clinton tiene un mundo que aprender de la estrategia trumpista: de la bravata barata, de los golpes de pecho de un Tarzán-Superman redentor, de la fuerza del discurso agresivo que apela a lo más básico de la gente básica, que son al cabo la mayoría de los ciudadanos con derecho al voto, de la mayoría de los humanos.
Hillary Clinton, si quiere ganar, necesita reinventarse a la carrera, tiene que dejar de sonreir, le urge ser brutal, regresar al mercado electoral con una nueva imagen de mujer dura, despiadada -y los errores de Libia pueden ser, irónicamente, su rampa de lanzamiento: en última instancia ni fueron suyos los errores exclusivamente, ni fueron mayores que los de Bush en Iraq; puede comenzar por decir, OK, me disculpo por las malas decisiones, pero no le temo a tomarlas.
La imagen de la candidata Hillary Clinton no será entonces menos falsa, pero, aunque se note, a pocos les va a interesar; estará bien vendida, eso es lo que importa y puede que la salve de un desastre electoral.
Es su culpa, y la del grupo que la asesora. Alguien debe decirle que deje de tratar de ser graciosa, que deje de sonreir -nunca se ve tan mal como cuando sonríe-, que le iría mejor un aura de “Dama de Hierro”, a lo Thatcher, que ese aire abuelo-maternal que debe reservar para sus nietos.
Bernie Sanders es un anciano malhumorado, de voz cascada y con la brusquedad característica de su etnia y credo político. Usa ese marco para entregar su discurso cuasi-socialista, para alentar las esperanzas de los sectores más a la izquierda del partido Demócrata y de los independientes.
Pero es genuino: Bernie Sanders vende chatarra política, populista e impracticable, pero la vende sin poses, con la autenticidad del poseso, y se la están comprando porque la está vendiendo bien.
Ni siquiera me voy a detener a detallar el caso de Trump; al cabo queda muy poco por decir ya.
Pero la candidata Clinton tiene un mundo que aprender de la estrategia trumpista: de la bravata barata, de los golpes de pecho de un Tarzán-Superman redentor, de la fuerza del discurso agresivo que apela a lo más básico de la gente básica, que son al cabo la mayoría de los ciudadanos con derecho al voto, de la mayoría de los humanos.
Hillary Clinton, si quiere ganar, necesita reinventarse a la carrera, tiene que dejar de sonreir, le urge ser brutal, regresar al mercado electoral con una nueva imagen de mujer dura, despiadada -y los errores de Libia pueden ser, irónicamente, su rampa de lanzamiento: en última instancia ni fueron suyos los errores exclusivamente, ni fueron mayores que los de Bush en Iraq; puede comenzar por decir, OK, me disculpo por las malas decisiones, pero no le temo a tomarlas.
La imagen de la candidata Hillary Clinton no será entonces menos falsa, pero, aunque se note, a pocos les va a interesar; estará bien vendida, eso es lo que importa y puede que la salve de un desastre electoral.
Al cabo, la política es eso también: mercado, marqueting, y consumidores.
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