La visita más importante que haya
recibido Cuba -después de Cristobal Colón- está en curso. El
visitante más importante que haya pisado la isla camina las calles
de La Habana. Y de qué manera.
Claro, Usted puede pensar que, ey,
espera: que han venido primeros ministros, Presidentes, que dos
Papas, que Chávez con su petróleo, que Putin con su chequera, que
primeros secretarios soviéticos a instalar un suero de vida en la
vena escuálida de un país en coma.
Pero no, créame -y me disculpa lo
tajante-: El Presidente Barack Obama es el visitante más ilustre, su
visita la más relevante que haya recibido Cuba. Y el general se lo
está perdiendo.
No sé cuál consideración diplomática
determinó que el general recibiera al Papa sí, al Presidente de los
Estados Unidos no. Quién sabe que se decidió en una sobremesa
familar, o en una reunión con los solemnes mandarines subtropicales que
desbarran sobre los destinos de Cuba y los cubanos. Pero ni siquiera
es importante.
El Presidente Obama ha tomado La Habana
sin disparar un tiro, y la gente lo aclama. Se pasea por el Malecón,
a pie o en imponente comitiva, desanda las calles, cena en una
paladar; desafía la lluvia que ahuyentó a los curiosos y que dejó
el escenario inmaculado para el drama, como diseñado por Stanley
Kubrick.
Camina La Habana entonces el
Presidente, como Obama por su casa, mientras el dueño del inmueble
se encierra en el último cuarto, bajo la cama, en perreta de estado.
Obama saluda, sonríe a cubanos afortunados de poder verlo de cerca;
otros cubanos, con menos fortuna, son reprimidos, golpeados,
arrastrados a mazmorras solo por pedir que un general miserable y su
séquito de inútiles salgan de una buena vez ese cuarto, de esa
casa; que se marchen, por favor, que ya no regresen.
Si yo aun viviera en Santos Suárez,
adonde Obama no irá -¡y con tanta falta que le hace a esas calles
bombardeadas!-, sintiera vergüenza. O más vergüenza. Por la obvia
pequeñez de los desgobernantes cubanos. Por los que reciben una
bofetada en mi nombre. Por la lluvia impertinente. Por la ciudad
destruida.
Pero mi pena es a distancia. Lejos de
los portales mugrientos, el Malecón desierto, y mi Presidente de
turno.
Mi pena, Cuba, que no tiene remedio.
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