Es el día más anticlimático del calendario; uno se percata de ello -es esa tristeza en el trasfondo, por si Usted no se ha dado cuenta- cuando se calma la euforia de los abrazos, se desea la última buena ventura, más o menos a los diez minutos de haber comenzado otro año más -otro año menos-; es cuando uno se pregunta: “Bueno, y ahora, ¿qué?”
No tiene que ver la decepción con la idea, desconcertante como es, de que acabamos de celebrar nada menos que la roca en que vivimos acaba de completar otra circunvalación alrededor del Sol; que hemos sobrevivido metereoritos y bombardeos radioactivos gracias a la eficiencia de esa tenue tela de cebolla que llamamos atmósfera; que el campo magnético terrestre aún funciona y que, a pesar de calentamientos globales e idioteces locales, seguimos teniendo veintiun porciento de oxígeno en el aire que respiramos -el dióxido de carbono está muy sobrevalorado, la verdad-
Lo decepcionante, pienso, es que nos acaban de llevar a cero el contador, otra vez; que se desmorona el castillo de naipes de despropósitos y aciertos; que nos espera, de nuevo, esa cuesta convencional, otra vuelta descomunal en el carrusel solar; trescientos sesenta y cinco días -menos los diez minutos que ya pasaron- para volver a llegar a este punto, de nuevo hacer la pregunta, y así, hasta que se nos acabe el tiempo.
Desplome anímico anual, que tiene que ver con un exceso de expectativas, con la falacia del mito de borrón y cuenta nueva, con el enfrentar la resaca después de una borrachera; con ese optimista e ingenuo, ¡ahora sí!, sin habernos cuestionado por qué antes no.
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Pensaba en todo ello, desde hace varios días, al notar la lúcida anticipación con que algunos han estado mencionando el Día Después. “Los cubanos abren el refrigerador, y Obama no está dentro”, dice una mujer en una entrevista. “Él se va, y nosotros nos nos quedamos en lo mismo”, añade.
Así es. El veintidos de marzo del presente, al terminar el Presidente Barack Obama su visita, al apagarse los aplausos y cuando todos respiran aliviados, diez minutos después que el Air Force One se perdiera de vista rumbo sur -se van a Barriloche, se dice-, comienzan esos instantes después del acontecimiento, los de la abulia post orgasmo, el desinfle que sigue a la tumefacción de la expectativa; y la pregunta, la jodida pregunta: “Bueno, y ahora, ¿qué?”
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El Presidente Obama fue protagonista de la fiesta, allá en Cuba; para suerte de todos, no así sus no-anfitriones -gente torpe donde las haya-, que le cedieron podio, micrófono y cámaras.
Obama, bajo la lluvia, con la incomodidad de los paraguas, sin el incordio de generales ni acólitos, se vió dueño de La Habana por unas horas. Y mientras mayor fue la intención, rayana en el irrespeto, de minimizar su presencia, mejor le fue; ha sido un solo de Obama en La Habana, sin la sombra malicienta del general anciano ni sus cargantes parientes.
Y más le hubiera valido al general seguir sentado en su oficina y evitar su breve momento bajo las luces, en el escenario: nunca se había visto tanta ineptitud y torpeza en un dictador cubano, y eso es mucho decir.
Por su parte, Obama brilló en la bruma cubana. Su discurso, inmejorable, se paseó por todo lo que nadie en Cuba, ni nacional ni visitante, se había atrevido a decir, mucho menos en la cara del dictador. Fue un ¡de pie! a los cubanos, una instrospección en el papel de ambos países en el conflicto y la distensión: fue un alegato ardiente, honesto, que me recordó, es inevitable, la balbuceante tibieza -si acaso- de Papas y Presidentes que estuvieron antes que él.
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Dos días duró la fiesta entonces, pero se acabó.
Recuerdo, pensando en los días que vienen, que nadie describió mejor la idea de un anticlimax que uno que sí sabía de estas cosas, y al que parafraseo; diría el hombre, mareando un daiquirí cargado con dos líneas de ron, que una fiesta terminada es un león muerto.
De tal manera, uno de los momentos más terribles de la Historia cubana ha sucedido: el veintidos de marzo del 2016, diez minutos después que despegara el Air Force One, el hedor de un león muerto invadió el aire de La Habana.
Sofocados, sin asideros, se han quedado mis coterráneos; no saben siquiera a quién hacer su pregunta necesaria, esa que flota, desde hace ya un buen tiempo, en el aire caldeado por el eco de los aplausos. Se miran entre sí, al amigo, al amante, a una hoja en blanco.
“Bueno, y ahora, ¿qué?”, preguntan, desconcertados, aunque solo ellos, y nadie más, tiene la respuesta.
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