“Toma tu mula, tu hembra y tu arreo…”
La presión para que regresara a Cuba comenzó semanas antes de que por fin despegara el avión de Mexicana de Aviación que me llevó al DF y en el que sufrí el segundo ataque de ansiedad de toda mi vida.
La primera de esas ansiedades amplificadas había tenido lugar muchos años atrás, un par de meses justo antes de graduarme de ingeniero; nada que hacer ahí: soy aprensivo, algo con lo que (casi) he aprendido a convivir.
Pero en aquel avión mi inquietud no tuvo que ver con la zozobra de la espera ni con el viaje en sí; fue el terror a la bancarrota de un proyecto de vida, el miedo a fallar estando tan cerca; tan cerca de tocar por fin tierra firme, pues sucedió que cuando las ruedas del Boeing 727 casi rozaban el concreto de la pista del aeropuerto Benito Juárez, la aeronave tomó velocidad otra vez, remontó vuelo, y comenzó a sobrevolar el Distrito Federal y aledaños en lentos círculos.
Fijé la vista en la pequeña bocina que estaba sobre mi cabeza, junto con las toberas de aire, las lámparas de lectura, y los lumínicos No Smoking y Fasten your seatbealt. Pero ni un miserable chasquido se escuchó durante veinte o treinta angustiosos minutos: ni el capitán de la nave ni ninguno de sus subordinados se dignó en informarnos a los pasajeros qué sucedía; hasta el día de hoy no sé qué espantó a ese avión, qué lo hizo regresar a surcar por otra media hora la sempiterna capa de amarillo smog que cubre a la capital mexicana, y me temo que ya nunca lo sabré.
Y mientras mi amable vecino de asiento, un médico mexicano aplatanado en Cuba y residente en San Agustín, allá en los bordes de La Lisa, me aseguraba que no pasaba nada, que eso era normal, que quizás una turbulencia o sepa la chingada, yo solo pensaba en esa agotadora cuesta que había comenzado hacía tantos años sin que siquiera me percatara de ello; cuesta que ahora casi terminaba para mí, después de tanto plan, de tanto obstáculo salvado, de tanta feliz casualidad; cuesta que me abrió camino para finalmente llegar a México y pensaba entonces en que puta suerte sería la mía que mi avión se fuera a desplomar sobre esta descomunal ciudad, precisamente antes de, mecagoendios, llegar yo al brocal del pozo y salir a la luz.
Fue entonces cuando comenzó ese segundo ataque de ansiedad: taquicardia, sudor frío, una piedra que se detuvo entre pecho y garganta. Dejé de escuchar a mi compañero de viaje, que entusiasmado me anticipaba la maravilla de Coyoacán y la majestuosidad del Zócalo, y me dediqué a rumiar la absurda idea de una muerte inminente.
Después, pues tocamos tierra. Siguió la aduana -y uno que otro pormenor-, el ardor en los ojos por los NOx y el ozono, el omnipresente aroma a tortilla de maíz -de eso sólo se percata un extranjero- y una bolsa de bolillos que devoré ante la mirada atónita de unos anfitriones.
Después, pues todo fue miel sobre hojuelas; y queso fundido, con chorizo, y tacos al pastor, y burritos, y un plan de trabajo intenso y eficaz con el que me anclé a ese puerto que, y eso lo sabía meses antes de que comenzara la presión para el regreso, ya no iba a dejar.
El día que la presión llegó al tope, no hubo ansiedades. Al cabo la esperaba, y estaba preparado para ella. Un correo electrónico me conminaba a concluir mis proyectos y regresar, pues “acá te necesitamos”.
“Pues de que te contrate otro, te contrato yo”, me dijo con su suave voz de anciano cuarentón el director del instituto para el cuál trabajaba en México. Le había mostrado el ukase que había recibido, y le había dicho a continuación que yo no iba a regresar a Cuba, pero que si eso representaba algún problema para él o el instituto, pues que ponía mi permanencia en el mismo a su consideración. Pero tuve, como decía, un aterrizaje suave y seguro.
“Mira,”, prosiguió entonces el señor, después de encender uno de los cuarenta Marlboros que se fumaba a diario, “que los cubanos se vayan de Cuba no es problema mío, ni del instituto, ni del gobierno mexicano: es problema del gobierno cubano, que no les crea a Ustedes las condiciones para que allá tengan una vida mejor...”
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Recordé -era inevitable- este afortunado y definitorio episodio de mi vida, leyendo y escuchando los pormenores de la crisis migratoria de los migrantes cubanos varados en Costa Rica.
Crisis migratoria que asciende, peldaño a peldaño, hacia un estado que se va a tornar más inmanejable con cada cubano que arriba a ese país -ya son, según la última cifra que he visto, casi cuatro mil-; lo he estado recordando desde hace días, mi arribo y mi mudada de país, y sigo manoseando el recuerdo, mientras leo y escucho que los cancilleres centroamericanos, y el de Cuba, se han reunido a ver qué se puede hacer, algo que parece sencillo de hacer, pues los Estados Unidos ya han dicho, como si se tratara de meta de un videojuego, que aceptarán al que llegue a sus fronteras.
Parece simple, insisto, si tan solo la miserable actitud -¿inexplicable? Habría que preguntarle al desgobierno cubano- del gobierno neo-sandinista de Daniel Ortega, mascota fidelista, se flexibilizara y dejara pasar por territorio nicaragüense al tropel de cubanos que se acumula en Costa Rica.
Sería sencillo, si los gobiernos de Honduras y Guatemala hicieran una excepción y también les permitieran a esos cubanos atravesar esos países; increíble resultaría además que lograran atravesar México sin verse coaccionados, extorsionados, atrapados entre los coyotes, que probablemente quieran mantener el trato acordado o renegociar los términos -se dice que los Zetas están involucrados en ese tráfico de personas-, y unas “autoridades” venales que pueden ser tan peligrosas como los humano-traficantes.
Visto así, desde lejos y con optimismo, parece posible que todo salga bien. Visto así, desde lejos y con pesimismo, puede que no, y entonces, como decía, la crisis va a empeorar.
Pero lo que no parece sencillo ni posible, ni visto de lejos, ni visto de cerca, es que esa fuga masiva de cubanos se detenga a corto o mediano plazo.
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Por una parte, Cuba se sigue desmoronando de prisa y sin pausa.
Por otra, la posibilidad excepcional que le abre la Ley de Ajuste a los cubanos es un estímulo adicional y poderoso que hace que no haya selva tan peligrosa ni Corriente del Golfo tan traicionera que detenga a los que pueden y quieren abandonar la desesperanza de sus vidas cotidianas en Cuba.
Pero la idea central, por cuyo lado algunos -demasiados- pasan en puntillas, y a la que otros -insuficientes- toman como bandera, idea que ha sido mencionada con escasa contundencia a lo largo de este conflicto cubano-centroamericano, es que la razón principal del éxodo cubano ha sido, y es, el desastre social y económico que ha creado el desgobierno en la isla de Cuba.
¿Que hay mayor cantidad de cubanos emigrando porque la Ley de Ajuste los ampara? Es cierto.
¿Que van a dejar de emigrar los cubanos si desaparece la Ley de Ajuste? Es falso.
Los cubanos, en primer lugar, no emigran: los cubanos huyen.
Se van de Cuba, como quien escapa de un callejón hediondo y sin salida. Se van a España, Escandinavia, Ucrania, Rusia y Kazajstán; andan por toda Europa, por África, en Ghana, Namibia, Angola y Sudáfrica. Se van a toda América, al cono sur americano, a México, a Ecuador, a Panamá, a las Antillas; se van a la Polinesia, a países en guerra, a países congelados, a países musulmanes, a lugares sin nombre; “si se cae el avión, donde se caiga me quedo”, dice un oscuro chiste. Se van entonces, y se van, por supuesto a los Estados Unidos.
Y así lo seguirán haciendo, con o sin Ley de Ajuste, pues la isla no mejora; a cambio, ha enfilado hacia un tercermundismo de siglo XX, envuelto en la bruma de los permisos para salir a pasear y ganar unos dólares con que vadear unos meses más; marasmo enmascarado en la posibilidad de irse, quedarse, regresar, de que haya una población flotante -viajante- que trae dinero, pacotilla de mal gusto y bocanadas de esperanza para gobierno y gobernados.
La crisis en Costa Rica es solo otro capítulo, menor, en la historia del éxodo de una nación. Ya fuera Camarioca, Mariel, el 93, los balseros, o vía Moscú, Quito, de carambola desde España, los cubanos se van a cuentagotas o en estampida, pero se van.
Es el signo de los tiempos, la consecuencia del medio siglo de apatía e ineptitud, el legado de un hatajo de malos cubanos que convirtieron el país en finca estéril. Son, somos los cubanos: la nación que huye y “…eso no se va a detener mientras el gobierno cubano, sea el que sea, no cree las condiciones para que allá tengan una vida mejor...”, diría aquel mexicano pequeñajo y astuto, mi director, mi amigo, apagando la enésima colilla del día.