lunes, 2 de marzo de 2015

Un anciano que me mira desde una foto

No logro, por más que quisiera, mofarme y cubrir de escarnio a ese anciano de la foto.

No puedo hacerlo; además, no me molesta que así sea. Resulta que ese de la foto no es el hombre que merece mi burla.

Me cago en el otro, en el que ya no está. Ni en la foto ni fuera de ella. Me molesta aquel, como mismo me duele Cuba, la que ya no existe, la que me sé de memoria, la que pudiera dibujar, y hasta cantarle su canción, si yo supiera cantar, si yo supiera cuál canción.

Estos de ahora, anciano y país, son otra cosa: aquí, en la foto, un viejecillo desvalido, viviendo en los vapores de su gloria, ex-comandante tolerado por la misericordia de los que lo han sobrevivido; allá, un país que ya no conozco, que me cuentan, que supongo, que me cuesta trabajo imaginar, que ya ni siquiera es el mío.

Al tipo que recuerdo es al guapetón del discurso; el que dijo que ya el mundo no era lo que fue, que ya no teníamos amigos -ni subsidios masivos para seguir dilapidando, que no lo dijo, pero estaba implícito-, que ya no más Unión Soviética, ni guaguas Ikarus, ni latas de carne rusa, ni rusos; que ya no quedaba nadie allá afuera, que éramos nosotros allí adentro, solos, es decir, él solo, contra su Imperio favorito. Era el año 1990, y fueron tres horas más de bravatas, insultos, golpes de pecho, sin que nadie sospechara que ya el país iba en picada hacia el abismo por el que hoy todavía deambula.

Este senil señor de ojos de niño asustado, que en la foto mira a algo que está lejos -si acaso está-, no tiene nada que ver con el hombre que le dijo a una legión de voraces empresarios, allá en la Madre Patria, sin que la voz le temblara, con la mirada chispeante y, para colmo, sonriendo, que los españoles no habían maltratado a los indios, no señor: que se habían mezclado con ellos, les dijo sin sonrojarse. Que bienvenidos entonces, a invertir en Cuba, hermosa tierra para saquear otra vez, ofrecida al mejor postor a cambio de que se insuflara un hálito de supervivencia a su moribunda Involución de mierda.

Al que yo desprecio, insisto, es al sujeto que tuvo la impudicia de decir que Cuba exportaba alimentos para 50 millones de personas; al guajiro acomplejado que dejó que La Habana, mi Habana, se desmoronara en la desidia y el abandono de medio siglo; al que quebrantó a la nación, fragmentó a las familias, lanzó anatemas que aún se leen en las pancartas de mi ciudad; el que primero gusanizó a los exiliados, para después recaudar su dinero con descarada avaricia. Ese tipo fue el que manipuló, mintió, decomisó, desmontó la economía del país en un frenesí de locura mesiánica; el que condenó a niños a hacer trabajo de adultos, en nombre de una oscura frase de Martí, ese que de tanto usarlo se ha vuelto yeso y hojarasca. De ese es sobre el que a veces escribo.

Sin embargo, no es ese el pobre hombre que, en la foto, rodeado de sus espías regordetes y mal vestidos, parece mirar con asombro pueril al proverbial pajarito. Este está lejos de ser aquel que nos dijo, cada vez que tuvo oportunidad, que lo que había, en primer lugar, era la Patria, o la Muerte; que las demás opciones eran, de nuevo, patria, pero esta vez con revolución, socialismo y, por supuesto, más muerte; fue el mismo tipo que desfachatadamente nos remachó en la frente que venceríamos en sus guerras particulares, sin que sepamos a ciencia cierta, hasta el día de hoy, cuáles eran, o son, las sacrosantas y puñeteras causas en nombre de las cuales valió la pena que esa nación disfuncional y anacrónica sólo haya conocido de penurias, desastre y convocatorias apocalípticas -ya se sabe- a la muerte.

Decía, entonces, que es difícil volver a escribir sobre él; me resulta imposible decir que es un viejo infame, cagalitroso, que ni siquiera tiene la decencia de morirse para que podamos comenzar a olvidarlo de una vez. No puedo ya reírme de él, ni de sus desvaríos de moringa y catastrofismo. Ya está a salvo de mí.

Se lo debe, y nunca lo sabrá, a la que, cuando de pasada lo veía en la pantalla del televisor, extendía su brazo en un ingenuo detente, y cubría la imagen con la palma de la mano, para no verlo. “Ah, no lo soporto…”, decía la vieja, y seguía su camino.

Mi madre, como el resto de la Era, como Cuba toda, murió, mientras el viejito de la foto aún vive. El mal de Parkinson la desgastó, la fue apagando, hasta que sólo quedó la suavidad de sus manos tibias y la inocencia en sus ojos azules.

Por eso no quiero ver a Fidel en la foto. Como me jode, cojones, pero tengo que admitir que tienen la misma mirada. Mi madre. Y ese anciano, Fidel, que, en un postrero acto de hijo de puta redomado, parece haber aprendido a mirar como lo hacen los viejos niños que ya van a morir.

Está, entonces, lo reafirmo, a salvo de mí; no logro mofarme, me niego a cubrir de escarnio a ese viejito de la foto, que hoy es pálida sombra del otro, que ya murió.

No voy, entonces, a seguir escribiendo sobre este anciano, ni sobre sus invitados, ni sobre su mujer que se posa como un rebullón sobre el hombro de un espía que sonríe.

No lo haré más; o al menos, no mientras ese anciano me mire de esa manera.

3 comentarios:

  1. pues yo sigo viendo el mismo hijo de puta que deberian ahorcar por bandido

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  2. Qué interesante este post, gracias por compartirlo. Me recuerda un incidente que presencié hace algunos años. Estaba en la casa de una amiga que salió de Cuba cuando el Mariel de manera bastante traumática, en medio de actos de repudio. Pues apareció en la tele una imagen de FC y mi amiga le espetó unas cuantas palabras malsonantes al aparato. En eso su nietito, que tendría seis o siete años, preguntó: And who is that old geezer? Mi amiga se quedó azorada, luego me comentó que por primera vez veía a Castro como era en realidad, un vejete senil, un geezer in all the senses of the word. Porque ella sólo veía (sin importar lo que mostrase la pantalla) al tipo verdeolivante, amo y señor del feudo del que ella había salido a patadas, patadas ordenadas en última instancia por el gobierno, personificado por FC en su apogeo. Creo que esto es algo que suele pasar con figuras autoritarias o importantes en la vida de uno, que se tiende a verlas como eran cuando tenían todo el poder del mundo, o cuando al menos nos lo parecía así.

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    1. Fidel es el trauma de tres, ya casi cuatro generaciones. Lo que pregunta ese niño es como la luz al final del tunel. Yo espero que un dia nadie se acuerde de que existió un tipo que se llamaba Fidel

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