En la frontera Ciudad Juárez-El Paso
en México, en el parque El Chamizal, ondea una de las banderas más
grandes que he visto.
Es una de las banderas monumentales
mexicanas que se encuentran en varias partes del país. La del
Chamizal ondea en un asta de cien metros de altura y mide cincuenta
por treinta y dos metros, con un peso aproximado de cuatrocientos
kilogramos.
“Los putos gringos se ríen de eso”,
me dijo en aquella ocasión un amigo mexicano, empresario, nacido y
criado en la frontera. “Aquí lo que cuenta es la lana, el negocio,
y lo pinche patriota no quita la pinche hambre, cabrón”, añadió,
“Y los gabachos culeros lo saben”, concluyó con una sonrisa
astuta.
El patriotismo mexicano es enorme,
exacerbado además por la vecindad con Estados Unidos y el papel de
derrotado que México con frecuencia ha desempeñado en los conflictos entre los dos
países. Casualmente, El Chamizal es una de las contadas victorias
mexicanas, pues es una franja de tierra que los Estados Unidos
devolvió a México tras años de litigio, y que de inmediato México
convirtió en un parque urbano y futuro sitio de la megabandera.
La relación de México con los Estados
Unidos ha sido siempre de “Te odio, mi amor”. El estado mexicano
hace sus planes pensando solo en petróleo, y mirando hacia el Norte.
Los ingresos por concepto de remesas enviadas por mexicanos desde los
Estados Unidos superan los 25,000 millones de dólares anuales, y es
posible que con el desplome del peso mexicano aumenten; la actual
crisis es una oportunidad excelente para pagar deudas o comprar casas
con dinero devaluado.
Pero esa sería una de las pocas
ventajas del diferendo Trump-México que ha ido madurando y que ahora
está en un punto álgido: Trump va a construir su muro, Peña Nieto
lanza una parrafada digna, patriótica, pero poco pragmática, se
interrumpe el diálogo y, además del muro, se ensancha una brecha
entre los dos gobiernos.
A pesar de que México pudiera
contratacar y, por ejemplo, disminuir o eliminar los controles sobre
el tráfico de droga, pienso que los mexicanos tienen las de perder
en este conflicto; el comercio mexicano depende en gran medida de los
Estados Unidos, así como sus finanzas.
Y el muro, la verdad, es lo de menos.
Ni siquiera es una afrenta a la
soberanía mexicana; es una decisión, guste o no, del gobierno de
los Estados Unidos para tratar de controlar el ingreso de inmigrantes
ilegales. Vamos: México también trata de impedir el acceso a su
territorio en su frontera sur, mantiene retenes y revisiones en las
vías que llevan al norte del país, y la deportación de inmigrantes
ilegales de territorio mexicano es expedita.
Tampoco debe prestar demasiada atención
el gobierno mexicano a la humillante afirmación de que México va a
pagar por el muro; a Trump hay que escucharlo y leerlo en contextos
temporales, compulsivos, oportunistas, y no como a un estadista
consecuente con planes elaborados con arte y sagacidad.
Por ejemplo, Trump acaba de sugerir que
se cancele el encuentro a nivel presidencial, como respuesta al
discurso del Presidente mexicano, lo cual está muy en concordancia
con la patológica manera de reaccionar del presidente americano ante
lo que le disgusta.
Lo que debe preocupar a Peña Nieto, en
lugar del muro, es la inminente demolición del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN), en inglés NAFTA, y la
probable fuga de la industria maquiladora, propiciada por la política
proteccionista de Trump.
Lo que debe hacer el gobierno mexicano
y su Presidente es buscar la manera de negociar y sobrevivir a Trump,
que no es eterno, y no desperdiciar esfuerzos en hacer ondear esas
enormes banderas que si bien anuncian el orgullo de una nación,
dicen poco acerca del futuro inmediato y del bienestar de los
mexicanos.