Había cierta amargura cuando
los que no teníamos remedio nos referíamos a la tercera opción.
Había también algo de envidia
al mencionarla: tristeza, por supuesto; además, desesperanza, y una
resignación que quemaba en la garganta como vómito de madrugada.
Luego estaban, están, las
otras opciones, por supuesto. Dos más, más radicales: vivir en
Cuba, la primera; marcharse para siempre, a cualquier otro lugar, la
segunda. Y daba igual -sigue dando igual- cuál fuera el destino: de
tal magnitud era -es- el desespero que Haiti, la tundra canadiense, o
algún pueblo somnoliento de un desierto huérfano de mar se nos
aparecían como sendas tierras, además de prometidas, anheladas.
La imaginación del que es
paria en su país-páramo no conoce límites.
Pero la tercera, ¡ah, la
tercera opción! Uno soñaba con ello: era la lotería, la
alternativa carpe diem, la supervivencia a buches, diminuta
hendija en el muro hediondo por la que se colaba, cuela, un hálito
de aire fresco, frio, oloroso a suavizante de ropas y cosas nuevas:
la tercera opción era, es, ir, regresar, ir, regresar, péndulo
indolente, ciudadano insolvente, economía oscilante, pariente
dependiente, funcionario viajante, misionero miserable, vaivén de
animal doméstico, del redil al comedero, de La Habana a Moscú,
Praga, Toronto, Madrid, Nueva York, DF, Caracas.
Miami, y de vuelta.
La tercera opción, dama
impredecible, cínica pragmática huidiza meretriz que mide sus días
en obesas maletas de peso ajustado con precisión de verdulero.
La tercera opción, a veces
-tantas, que da nauseas- luciendo pegotes de colorete ideológico.
Disfrazada de discurso y método para comer una hamburguesa, visitar
un pulguero, tomarse una foto en el Versalles miamense y regresar
presurosa a protestar fidelidades, a confirmar que vamos allá, sí,
pero acá estamos, de vuelta, porque somos felices aquí, allí en
Cuba.
La tercera opción, prima de la
doble moral, esa hija pródiga de las tiranías totalitarias, nunca
es tan rozagante como cuando se le fertiliza con dinero ajeno, pacotillas
y aires de otras tierras, mientras más abundantes y lejanas, mejor.
***
Miami, tan cercana, es una Cuba
imposible.
La cubanía pre-castrismo, por
ejemplo, sobrevive, está a salvo, allá en Miami.
También lo está -conservada,
corregida, aumentada- la gastronomía cubana. El Palacio de los Jugos
es un santuario de manjares aniquilados por la barbarie insular; la
“bakery”, cubanísima institución, alternativa a los deli y sus
egg sandwiches, es un paraiso de hojaldre, manteca pastelera y
azúcar; los cubanos exiliados, antes de aprender las nuevas manías
del Primer Mundo, las obsesiones de la clase media con los gimnasios,
jogging, dietas estrambóticas y ropa deportiva escandalosamente
cara, engordamos en nombre de lo sabroso, brillamos de manteca,
acariciamos panzas inflamadas de carbohidratos y televisión.
Cuba prospera en Miami. Las
croquetas y las mediasnoches desplazaron a los bagels y al bacon, los
pasteles derrotaron al apple pie, la colada a la borraja, y el regetón vocifera desaforado
desde patios con césped cuidadosamente recortado donde bohíos hacen
las de gazebos.
Los cubanos tomaron Miami y
crearon una Cuba de fábula. Han hecho suya la ciudad, con la
contundencia de la masa crítica, con la testarudez de la hiedra que
trepa por paredes resecas, con la timidez del neonato que no quiere
abandonar el útero.
Los cubanos, que poblaron Miami
con mitos, nostalgias y guettos amables, con la vista tan puesta en
el sur que casi olvidan que hay un país al norte de Miami Dade.
Los cubanos, los de la segunda
opción, hemos aprendido tanto que ya sabemos vivir para el weekend;
manejamos autos, bebemos cerveza, comemos tamales, vamos a la
playa, trabajamos con la obsesión aprendida de los americanos, y
alimentamos a la tercera opción para que Cuba exista.
Cuba la otra, porque la
ficticia, la imposible, solo existe en Miami. La otra, sin Miami,
vuelve a ser la cosa trémula, sola y oscura que apenas flota unos
kilómetros al sur.
Miami, que es nuestro vino: la
tercera opción por excelencia.
***
Rehenes, además, atrapados por
tentáculos familiares, por cadenas de compasión, por ataduras de
deberes filiales.
No así nuestros hijos. “Van
a crecer con nuestras ventajas y sin nuestros traumas”, dijimos
mientras mirábamos a los niños jugar en el patio caldeado por una
tarde tan calurosa y húmeda que parecía cubana.
Van a crecer, pensé yo, sin la
necesidad de hacer malabares con extrañas opciones para poder vadear
un país imposible; sonrientes, perplejos con las ideas recurrentes
que atormentan a sus padres, nunca van a saber que son esas opciones
-primera, segunda, o tercera- de la desesperación.
Se ven felices.
Miami parece ser su país,
aunque vivan en Nueva York.
¡Hola! Muy interesante el post...Bueno, la verdad es que yo nunca pensé en una "tercera opción" cuando estaba allá...Ni siquiera me pasaba por la cabeza la idea de ir y volver. Todavía me espeluzna un poco, esa posibiidad de volver. ¿Con el pasaporte cubano? Y si luego no me dejan salir ¿eh? Sí, que me digan paranoica, jajaja. Ah, esa mención de croquetas, hojaldre y manteca pastelera me ha dado mucha hambre. Cariños desde Taos
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