El mortero de mano de mi casa era de madera negra.
Tenía su lugar junto a la pared de losetas verdes, al lado de un pote amarillo de plástico donde se almacenaba la sal, apelmazada por la sempiterna humedad.
El pote tenía una inscripción, en estilizadas letras negras, por entonces ya borrosas. Al Raee, decía, y más abajo se desplegaban, ininteligibles, otros caracteres en árabe, y alguna figura que pudiera haber sido un beduino, o un camello, uno de esos estereotipos alegóricos.
Ese recipiente exótico había llegado a nuestra casa como parte de lo que se compraba con la libreta de abastecimiento; traía manteca, o dátiles, y el caso es que se decía -decía mi hermano, con aire de enterado- que esa manteca -o dátiles- llegaba desde el Medio Oriente, nada menos que desde Iraq, como parte del pago que recibiera el ortopédico Rodrigo Álvarez-Cambra por haber logrado curar, de cierta dolencia que le impedía caminar, nada menos que a Sadam Hussein.
Que como parte del pago y como muestra de agradecimiento, seguía narrando mi hermano, le habían construido, o reparado y asignado, al doctor Álvarez-Cambra, una fastuosa casa en Miramar porque al parecer el doctor recibía visitas de relevantes dignatarios, y se precisaba prestancia y fachada para tales encuentros, y yo, que no sabía que había tanta gente coja además de importante; no jodas Alex, me dice mi hermano, y me observa, suspicaz.
Al otro lado del modesto mortero de madera negra -ébano tal vez- estaba un recipiente metálico donde se almacenaba la manteca de freir después de cada uso, ya libre de partículas requemadas gracias al filtro que hacía de tapa del pote. Me gustaba oler el recipiente, sentir el aroma de aquella grasa, que sugería esporádicos bistecs y montones de papas fritas, saladas. Alguna vez, sin que me viera mi madre, empapé un pedazo de pan en la oscura manteca y lo devoré; me decepcionó el sabor insulso y grasoso que embadurnó mi lengua. Debí ponerle sal, pienso ahora.
El macizo mortero estaba carcomido por el uso; los bordes habían perdido su contorno regular; el cuenco, estriado por el implacable golpeteo del majado, estaba perfumado para siempre con ajo y comino; la mano, mutilada por quién sabe qué cataclismo doméstico, ya era solo un muñón incómodo e insuficiente que apenas majaba los condimentos, hasta que un día la sustituyó una piedra china pelona que se trajo mi padre de una pesquería.
Un día, siendo apenas un niño, escaso adolescente, salí de la casa, y regresé once años más tarde.
Las cosas ya no estaban.
El abollado jarro de peltre que usábamos para bañarnos ya no colgada de la llave de la ducha; ahora lo sustituía un pequeño y descascarado balde rojo, que pudo ser un juguete para los días de playa y arena pero que terminó encerrado en el baño de mi casa, castigado por la inoperancia de un agónico motor de agua que casi nunca funcionaba.
El ventilador -mi ventilador- ya no era blanco, sino un anciano artrítico y amarillento, con remiendos y ataduras de alambre que apenas lo mantenían erguido, rígido, jadeando en el sopor de la una de la tarde.
Persistían, eso sí, imbatibles, el aroma de mi madre, a talco Maja, y manos de sofrito, y la paz de mi padre, durmiendo a las ocho de la noche contra viento, marea y estridencias; de televisores, de focos incandescentes, indiferente a conversaciones a gritos y el calor agobiante.
En la cocina sobrevivía el grasero; el metal más opaco, con un par de abollados nuevos, y su insistente olor a manjares de fantasía, pero ya no estaban Al Raee con su beduino -¿o era un camello?- ni el aromático mortero de madera negra -ébano tal vez- que en mi memoria presidía los sabores de nuestra cocina. Su lugar lo ocupaba uno de aluminio, descomunal, tan ajeno como feo, que le quedaba enorme a los majados para los frijoles y fricasés de la familia.
Ni siquiera pregunté por qué ya no estaba el mortero de mi infancia: vamos, no se le puede pedir a nadie que machaque ajos a diario con una piedra, en un mortero en ruinas, tan solo para conservar un buen recuerdo, así que también perdoné esa ausencia.
Pero extrañaba -aun extraño- el olor de los almuerzos dominicales que impregnaba al mortero de madera negra -definitivamente ébano- que compró mi madre, joven y recién casada, en algún lugar olvidado de un país que ya no existe.
El pote tenía una inscripción, en estilizadas letras negras, por entonces ya borrosas. Al Raee, decía, y más abajo se desplegaban, ininteligibles, otros caracteres en árabe, y alguna figura que pudiera haber sido un beduino, o un camello, uno de esos estereotipos alegóricos.
Ese recipiente exótico había llegado a nuestra casa como parte de lo que se compraba con la libreta de abastecimiento; traía manteca, o dátiles, y el caso es que se decía -decía mi hermano, con aire de enterado- que esa manteca -o dátiles- llegaba desde el Medio Oriente, nada menos que desde Iraq, como parte del pago que recibiera el ortopédico Rodrigo Álvarez-Cambra por haber logrado curar, de cierta dolencia que le impedía caminar, nada menos que a Sadam Hussein.
Que como parte del pago y como muestra de agradecimiento, seguía narrando mi hermano, le habían construido, o reparado y asignado, al doctor Álvarez-Cambra, una fastuosa casa en Miramar porque al parecer el doctor recibía visitas de relevantes dignatarios, y se precisaba prestancia y fachada para tales encuentros, y yo, que no sabía que había tanta gente coja además de importante; no jodas Alex, me dice mi hermano, y me observa, suspicaz.
Al otro lado del modesto mortero de madera negra -ébano tal vez- estaba un recipiente metálico donde se almacenaba la manteca de freir después de cada uso, ya libre de partículas requemadas gracias al filtro que hacía de tapa del pote. Me gustaba oler el recipiente, sentir el aroma de aquella grasa, que sugería esporádicos bistecs y montones de papas fritas, saladas. Alguna vez, sin que me viera mi madre, empapé un pedazo de pan en la oscura manteca y lo devoré; me decepcionó el sabor insulso y grasoso que embadurnó mi lengua. Debí ponerle sal, pienso ahora.
El macizo mortero estaba carcomido por el uso; los bordes habían perdido su contorno regular; el cuenco, estriado por el implacable golpeteo del majado, estaba perfumado para siempre con ajo y comino; la mano, mutilada por quién sabe qué cataclismo doméstico, ya era solo un muñón incómodo e insuficiente que apenas majaba los condimentos, hasta que un día la sustituyó una piedra china pelona que se trajo mi padre de una pesquería.
Un día, siendo apenas un niño, escaso adolescente, salí de la casa, y regresé once años más tarde.
Las cosas ya no estaban.
El abollado jarro de peltre que usábamos para bañarnos ya no colgada de la llave de la ducha; ahora lo sustituía un pequeño y descascarado balde rojo, que pudo ser un juguete para los días de playa y arena pero que terminó encerrado en el baño de mi casa, castigado por la inoperancia de un agónico motor de agua que casi nunca funcionaba.
El ventilador -mi ventilador- ya no era blanco, sino un anciano artrítico y amarillento, con remiendos y ataduras de alambre que apenas lo mantenían erguido, rígido, jadeando en el sopor de la una de la tarde.
Persistían, eso sí, imbatibles, el aroma de mi madre, a talco Maja, y manos de sofrito, y la paz de mi padre, durmiendo a las ocho de la noche contra viento, marea y estridencias; de televisores, de focos incandescentes, indiferente a conversaciones a gritos y el calor agobiante.
En la cocina sobrevivía el grasero; el metal más opaco, con un par de abollados nuevos, y su insistente olor a manjares de fantasía, pero ya no estaban Al Raee con su beduino -¿o era un camello?- ni el aromático mortero de madera negra -ébano tal vez- que en mi memoria presidía los sabores de nuestra cocina. Su lugar lo ocupaba uno de aluminio, descomunal, tan ajeno como feo, que le quedaba enorme a los majados para los frijoles y fricasés de la familia.
Ni siquiera pregunté por qué ya no estaba el mortero de mi infancia: vamos, no se le puede pedir a nadie que machaque ajos a diario con una piedra, en un mortero en ruinas, tan solo para conservar un buen recuerdo, así que también perdoné esa ausencia.
Pero extrañaba -aun extraño- el olor de los almuerzos dominicales que impregnaba al mortero de madera negra -definitivamente ébano- que compró mi madre, joven y recién casada, en algún lugar olvidado de un país que ya no existe.
“Mira eso, comprando un pilón...”, me sorprendió hace unos días la voz de una señora con ojos de niña asombrada, en una tienda de ocasión aquí en Long Island. “Mi hermano los hace allá en Panamá, y los vende a peso...”, añadió mientras observaba con indiferencia el mortero que yo había tomado de un estante en aquella la tienda hiper abastecida de cosas tan superfluas como necesarias.
Lo había estado buscando, un mortero de madera.
No es negro, y aun huele a la resina del árbol que lo parió. Pagué por él doce dólares, más impuestos, y ni siquiera lo necesitaba; en casa hay uno de mármol, de tamaño adecuado y buena apariencia. Pero es que los morteros deben ser de madera. Los de piedra son fríos, y los de metal no tienen alma.
Lo había estado buscando, un mortero de madera.
No es negro, y aun huele a la resina del árbol que lo parió. Pagué por él doce dólares, más impuestos, y ni siquiera lo necesitaba; en casa hay uno de mármol, de tamaño adecuado y buena apariencia. Pero es que los morteros deben ser de madera. Los de piedra son fríos, y los de metal no tienen alma.
Un mortero tengo entonces, hecho con la madera de un olivo muerto, italiano -o tunecino-, que con suerte se va saturar con los olores de mi casa, de esta, de la otra, la que ya tampoco existe.
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