“Vamos a comprar unos pollos...”, me invitaron. Apenas acababa de llegar al DF; apenas acomodaba el asombro; apenas avivaba un tímido rescoldo de esperanza, que ya iluminaba, a duras penas. Me invitaron entonces, a mí, famélico y suertudo, recién escapado del Período Especial, y cualquier invitación me resultaba buena.
Visitar el Zócalo, caminar Lagunilla y Tepito, el metro descomunal, comer empanadas uruguayas en Coyoacán, beber un refrescante clericot en la Condesa, a un Sanborns a tomar sopa azteca, o a escuchar a nostálgicos guitarristas, cantando/declamando trova en un café atestado de gente vestida de oscuro.
Insisto, todo me venía bien.
Porque en México, entérese, se puede comer pollo rostizado, queso fundido con chorizo y tomar una michelada a la vez que se escucha a un cabrón que parecía sacado de “Apocalypto”, que blande una guitarra acústica en lugar de una macana de obsidiana, desgañitándose con “Ojalá”, mientras el de la mesa de al lado daba vivas al Subcomandante Marcos, y tus anfitriones te observaban a ver qué te parecía el lugar, la comida, el zapatista y el sombrío cantante que, entre pieza y pieza, dejaba caer discursillos pro indigenistas, anti gobierno, inconforme con todo al parecer; alegatos tan parecidos a las arengas que acababa de dejar detrás, declaraciones contestatarias que, la verdad, no entendía bien -al cabo, ¿de qué coño se queja esta gente?-
Pero a mí, de nuevo, aquello me venía de perillas.
Porque yo, y eso nadie se lo imaginaba, era el único en aquel lugar, que hedía a cerveza, cigarrillos y maíz, que sabía cómo se come un pollo.
Un pollo se hierve. Se hace una sopa. Se demembra en nueve piezas -dos muslos, dos contramuslos, dos mitades de pechuga, dos alas, un carapacho- que quizás se coman tal y como están, o tal vez se retiren de la sopa y se frían, así, sin empanizar, con un poco de ajo, limón y sal. Se acompaña con arroz blanco, ensalada y, claro, la sopa.
De todo ello lo único que disfrutaba era la sopa. Nunca me gustó ese pollo hervido y frito, pollo multioficio del que había que aprovechar hasta la última hilacha. “Ustedes no saben comer pollo...”, era el comentario invariable de mi madre, guajira impenitente, cada vez que nos veía dejar huesos sin haberles arrancado y masticado el cartílago, o a los que no se le había mordisqueado el tuétano.
En mi egoista ingenuidad llegué a pensar que mi madre siempre decía tal cosa porque le gustaban las alas y el carapacho: al cabo era lo que siempre se servía, dejando la carne para los demás. Mondaba aquellos huesos a la perfección, sin dejar en ellos una brizna comestible.
“Déme cinco pollos, por favor...”, pidió entonces mi acompañante.
El lugar era un pulcro establecimiento, que dominaba la esquina entre una calle vecinal y una avenida, orlada de amarillos pasquines electorales, por donde fluía un veloz río de autos. “Nunca había visto tantos carros en mi vida...”, le había confesado a mi anfitrión, un risueño, regordete e inteligente muchacho, aprendiz de abogado, y deféño -chilango, y a mucha honra- hasta la médula. “Pos ya tendrás el tuyo, ya verás...”, me respondió sonriendo a mi que, asustado de todo, no concebía la idea de poseer un auto. Vamos, ni siquiera sabía manejar.
Aunque no le dije al casi abogado, tampoco había visto tantos pollos asados.
Se alineaban, cinco o seis por fila, una fila sobre la otra, diez o doce hileras, todas girando enfrente de las llamas azules de unas hornillas verticales, goteando grasa, esparciendo olores y luciendo colores que iban desde la lividez cadavérica de un pollo desplumado hasta el ámbar dorado de la carne suculenta. “Vieja, como hay alas aquí”, me hubiera gustado decirle a la mejor comedora de huesos de mi isla, sólo para escucharla reir.
Pero me pareció exhorbitante que mi amigo pidiera cinco pollos.
No jodas, cinco pollos eran dos o tres meses de sopas y carne frita con sabor a ajo quemado; al cabo yo era el experto, el que sabía que un solo pollo, bien aprovechado, alimenta a una familia de seis. Me asombré otra vez -no salía del asombro en esos días-, le pregunté, “¿Para qué tantos?”.
“Ah, pues un par para nosotros, para la comida”, me respondió amable, “Y los otros tres para los perros, ya sabes: allá en la casa no les dan otra cosa...”