Ese mercado italiano es pequeño. Compacto, repleto, que no cabe más nada en la estantería, donde todo lo que se exhibe es importado de Italia.
A esta hora de la mañana hay sólo un par de parroquianos. Nunca hay muchos; en las veces que visito el lugar para hacer alguna compra, que por lo general es trascendental, he visto multitudes de cinco o seis personas: no más que eso.
Tras el mostrador, se escucha hablar italiano, español, y alguna frase complementaria en inglés. Sobre el mostrador, hay bandejas con muestras de sabrosuras locales: guisos de berenjenas, en cuatro variantes; picante, agridulce, dolce-amaro, me explica el cariredondo sonriente amabilísimo dependiente -Pietro, se presenta-, prueba esta, me dice, receta de la nonna, remata con mirada de gordo pícaro.
A un costado brillan, en brillantes tonos de rojo y rosa, bocados de sopresatta, salami, mortadella, acompañados por cremosas rebanadas de provolone Auricchio. Unos enigmáticos trozos de algo empanizado están algo más atrás.
“Eso”, me cuenta Pietro, “es brioche, tostado, dos rebanadas, rellenas con mozzarella y ricotta, empanizadas, y fritas…” Me ofrece uno de los pedazos y sonríe otra vez, satisfecho con mi expresión de deleite-sorpresa cuando degusto esa delicia. “Como mejor se come es con dos pastillas de Lipitor, para que sepa mejor…” Y nos reímos a carcajadas, cómplices en la gula y la consecuencia.
Salgo entonces de regreso a la mañana, huyendo despavorido de ese lugar, adonde siempre acudo por las cosas buenas, y donde gratis recibo amabilidad y buen sentido del humor, que se agradecen a cualquier hora del día…
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