jueves, 26 de marzo de 2015

Miedo

¿Quién dijo miedo?


El miedo aparece de sorpresa, como una mala noticia en lo más espeso de la madrugada.

Se acomoda, pernicioso tumor, en algún sitio entre abdomen y pecho, y ya no se va más. Lo que sigue, entonces, es de por vida; un forcejeo, una pulsada entre hay-que-hacerlo y la resignación; palidecer, apretar los labios, cerrar los puños, pelear, y, si se tiene suerte, ganar.

El miedo, sin que quepa la menor duda, es un hijo de puta color verde flema.

Los hay simples -miedos básicos-; como al agua oscura, que me aterra. Navego sobre ella, evito mirarla; algo me observa desde allá abajo, y me jode pensar en ello.

Luego están otros -miedos feos-, los de la voz baja.

O alta, que es igual; el tono que baja –o sube- cuando pregunto cómo está la sempiterna cosa, que si es verdad esto, o aquello, y sube –o baja- la voz, para hacerme callar sin acallarme; bien, todo bien, gritan -o susurran-

Los hay peores –miedo terminal-; el pavor, el de coño, esto no es por lo que yo luché, qué miedo, coño, qué miedo, ¿será verdad que es verdad que me equivoqué? Y el desparapajo que  hace atusarse entonces el bigote; decir, con asombroso aplomo y grave solemnidad, que no dejan ver -¿o sí?- el frío que le atenaza los intestinos, tú no sabes de lo que estás hablando.

Pero yo sí sé.

Yo tengo miedos –tantos-; a no vivir el tiempo que necesito, que es uno de ellos; al espanto que siento al pensar que le espera a mis hijos, que es otro.

Me acosa alguno –un miedo ajeno-, que conocí cuando me deshice de aquellos otros, propios y terribles; cuando aprendí a pensar otra vez, y decidí que debía hablar –o escribir- sobre la mole decrépita que está sentada sobre el endeble pecho de la nación, cebándose en secuestrar mentes, dedos y lenguas.

Es ese un miedo -miedo triste- por los míos; por pensar que, por dejar de temer, ya ese tótem obsoleto no me dejara ver otra vez a esa mi gente, a la de voz baja –o alta-, la que se quedó con los miedos que yo deseché.

Miedo tengo, además –miedo impotente-, a que siga ahí esa mole ruinosa, por otro medio siglo, por siempre, sin que los cubanos siquiera sientan el peso vil, de tan acostumbrados que están a ella.

Miedo siento también –miedo asombrado- de que haya gente que aún la apuntale, a esa fétida aberración; que dan lástima, porque no tienen siquiera la lucidez suficiente para sentir el miedo que necesitan con tanta urgencia.

Y está el que me aterra -el mayor miedo de todos-; de que llegue esa maldita vez en que ya no haya nada que temer; porque es muy posible que entonces, para mi mal, ya no estarán para responder a mis eternas preguntas –y por fin, sin miedos-, esas voces bajas –o altas- que amo, y por las que tiemblo.

2 comentarios:

  1. Mierdo a volver, miedo a que se me pierda el pasaporte si vuelvo, miedo a que no me dejen salir, miedo.

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